Variaciones sobre el pajarístico
/FILOSOFÍA
· Alejandro Fielbaum S. ·
A través de su canto los pájaros comunican una comunicación en la que dicen que no dicen nada. Juan Luis Martínez

Quizá la gran pasión de Aristóteles fue la de reunir y clasificar cuanta información hubiera en su época. Constituciones, tragedias, falacias y otras tantas recopilaciones le sirven de materiales para establecer conclusiones irreductibles a cualquier catálogo. Uno de ellos reúne las costumbres de los pájaros. Por sus investigaciones biológicas sobrevuela la capacidad de las golondrinas de hacer barro para sus nidos, la de las palomas de vivir en monogamia, la del cuco de insertar sus crías en otros nidos para que se coman a los polluelos de las aves que han construido el nido (con ayuda de las madres de las pequeñas aves comidas, las que consideran más bello al pequeño cuco que a sus crías, según algunas interpretaciones que recoge), la de las águilas de obligar a sus polluelos a alejarse de la zona donde cazan o la de los quebrantahuesos de acoger a esas pequeñas águilas abandonadas. Contra cualquier discurso simple sobre la naturaleza, el animal o alguna noción similar, estos y otros ejemplos muestran la multiplicidad, eventualmente contradictoria, de las prácticas de las aves, a quienes el filósofo no duda en atribuir cierta inteligencia.
No es solo por la variedad de sus técnicas y relaciones que las aves no parecen tan distintas a los hombres. Aristóteles rastrea también sus variadas inflexiones fónicas, propias de distintos momentos en sus vidas: el ruiseñor trina cuando aparece la vegetación en la montaña, los cisnes cantan su muerte con voz triste en el mar, las codornices gritan por el displacer generado por algunos vuelos, los mirlos mudan su voz cuando cambian de color, la urraca muda cada día su voz. Los ejemplos que recogemos de las observaciones aristotélicas podrían continuar, largamente. Mas nos interesa subrayar lo que dejan entrever: las aves pueden tener muchas voces porque cuentan con una lengua que no es la propia. Esa falta abre cierta plasticidad, la que permite incluso imitar a quien las investiga y clasifica, y no solo en sus momentos de clasificación: «El pájaro de la India y el loro, del que se dice que tiene una lengua como el hombre, están en este caso. Incluso se hace más insolente cuando ha bebido vino».
El loro se acerca entonces al hombre, pero en ese acercamiento expone su diferencia con el animal racional. Las aves pueden tener voz, no palabras. Su voz no puede organizar la polis, contar el mundo o nombrar a Dios. Al no contar con una lengua, carecen de la posibilidad de distinguir entre las palabras propias y las ajenas que se le atribuye a quien actúa en el teatro, así como de la capacidad de argumentar las propias palabras que permite la política o la filosofía. Esas actividades superiores serían propias del hombre griego, cuyas palabras el ave puede imitar pero no explicar, mucho menos transformar. Levi-Strauss, en efecto, especula acerca de una posible afinidad etimológica entre el «bárbaro» y el carácter confuso que tenía el canto de los pájaros para quienes marcaban la civilización humana, ya entonces demasiado humana.
Como al bárbaro, el humanista priva al ave de la palabra que sí posee el hombre. La palabra del ave suspende el sentido, necesita del filósofo que lo restituya. También, si es que no especialmente, cuando esa palabra proviene del vocabulario humano. Es así que el loro, figura con la que el mundo moderno de la imprenta figura la estupidez que el medioevo atribuía al burro, retorna en dos textos fundadores de la filosofía de la época. Mientras para Descartes su capacidad de hablar no implica inteligencia, Locke asume que un loro que pensara lo que habla dejaría de ser un loro.
El mundo moderno parece atribuir al loro la capacidad de aprender cualquier lengua, incluso las que no tienen palabras. Así lo expresan las partituras que los búhos enseñan a los papagayos en las fascinantes pinturas de Snyders, o los insultos que, según Engels, los loros pueden incluso comprender: «Tomemos a un papagayo y enseñémosle una sarta de insultos, haciendo que pueda llegar a representarse lo que significan (entretenimiento favorito de los marineros que vuelven del trópico), mortifiquémosle, y en seguida veremos que sabe emplear sus dicterios con tanta propiedad como una verdulera de Berlín. Y lo mismo cuando se trata de suplicar para que le den golosinas».
Engels instala a un ave aún más cerca del hombre que Aristóteles, pero reitera el límite antropocéntrico: el papagayo puede insultar como una mujer, acaso pedir como un niño o un hombre, pero difícilmente comprender por qué puede hablar y otros animales no. La palabra del loro se detiene en el borde del humanismo. Solo el hombre puede pensarlo, pensar incluso su vuelo. Algunas décadas después, Husserl especula que el «yo» del pájaro que vuela no es tan distinto al «yo» del pensador que piensa la tierra sin percibir que se mueve.
Menos que una hipótesis, planteemos una sospecha: una secreta pasión humana por imitar a las aves recorre el antihumanismo, que por cierto ha de reír ante los resultados de quienes intentan cumplir así ese deseo. Así lo muestra la comedia, en Aristófanes o en Pasolini. Contra toda vinculación entre las aves y la adivinación humana del destino, ríen de las palabras de la humanidad que se jacta de que son las aves quienes nos imitan.
Para oponerse al humanismo resulta entonces necesario narrar el loro de otra manera, como el que inventa Juan Emar para que diga su nombre y mate a su tío, o bien narrar otras aves que puedan decir otras palabras, esas que los hombres ya no quieren decir. Quizá eso explica que Poe haya descartado su idea original de que fuese un loro quien visitara al hombre del poema que terminó siendo El Cuervo. Borges caracteriza ese desplazamiento como decoroso y lóbrego, subrayando acaso el carácter ominoso de un ave que sugiere el futuro con palabras humanas.
Las aves que no perturban los hogares tampoco parecen más claras a Borges. Un hombre podría ser visto como un pájaro, como describe que sucede con Hudson, pero jamás descifrar su vuelo. Es por ello que Borges puede reír, con las aves, de cualquier catálogo del saber. No se dejan contar, lo que sutura cualquier pretensión de saber, con palabras, algún fundamento que explique el hablar, suplicar o volar: «Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.».
Puede que Borges haya desplazado allí un problema harto más mundano: su incapacidad de contar aves y su capacidad de inventar que debe contarlas. Algunos años antes del texto recién citado, el ascenso del peronismo había adelantado su castigo al futuro apoyo de Borges a uno de los tantos Golpes oligárquicos que vuelan bombardeando, quitándole su cargo de bibliotecario municipal, ante lo cual Borges crea uno de sus más conocidos chistes y señala que le han propuesto ser inspector de aves, conejos y huevos.
El Golpe de Estado entrega a Borges la dirección de otra Biblioteca, en cuyos libros encuentra las aves que sí le interesaban. Al igual que ante sus amados tigres, Borges prefiere la fauna imaginaria, esa que solo se deja contar mediante la literatura. Poco antes de morir, escribió que así como hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros, él no podía imaginar un mundo sin libros.
Hoy es difícil imaginar la lectura sin Borges, quien a propósito del ruiseñor de Keats escribió uno de sus más celebres ensayos. En otro, mucho menos conocido, duda del rendimiento literario de un pájaro hecho de otros pájaros. Ese animal imposible solo podría emplazarse en un catálogo monstruoso, carente de límites. En una nota al pie, lo liga a la noción de Leibniz de un universo hecho de universos que contienen el universo, hasta el infinito. Como es sabido, algunas de las ficciones más conocidas de Borges juegan con esa apertura al infinito, peligrosa al punto de que puede confundir al escritor con el contador de huevos. Por lo mismo, la respuesta de Borges ante los pájaros monstruosos parece ser un ave melancólica, la que busca resistir al infinito con su imposible biografía: «No olvidemos el Goo fui Bird, pájaro que construye el nido al revés y vuela para atrás, porque no le importa adónde va, sino dónde estuvo.»
Pero Borges también sabe que eso que quizá podría esa ave imaginaria no lo puede la vida humana, condenada entonces a soñar que es posible retornar a alguna palabra, algún lugar o algún saber. Es por eso que faltan golosinas y sobran palabras. Que hay política, porque no se puede saber la lengua de los pájaros y porque los bombardeos intentan silenciarla en nombre de alguna palabra cierta, a veces nacional. Que hay lenguas en las que la poesía puede escribir, en las palabras, su retirada de la palabra: «Los pájaros cantan en pajarístico,/ pero los escuchamos en español./ (El español es una lengua opaca,/ con un gran número de palabras fantasmas;/ el pajarístico es una lengua transparente y sin palabras).»