Susan versus Sontag

/LITERATURA

· Álvaro Guillén ·

«Intensamente consciente de su genialidad y de sus defectos, el ego, frágil y auténtico, se crea su máscara meticulosa, su personaje

Leer primero los diarios de Susan Sontag y luego llegar a sus ensayos, como fue mi caso, le garantiza al lector una sorpresa: la escritora que en privado nos imaginábamos trémula, frágil, es sin embargo arrolladora cuando habla en público. Si no fuese por los obvios puntos en común —su erudición o su increíble agudeza mental, que resultan casi humillantes para el resto de mortales— se diría que es imposible que ambas voces pertenezcan a la misma persona. Y, sin embargo, así es, y se me ocurre que la sorpresa ante este contraste entre la imagen que Sontag proyectaba al dirigirse al público y la que proyectaba al dirigirse al espejo la experimentaron quizás con mayor intensidad, en sentido inverso, sus contemporáneos, aquellos que pudieron seguir su trayectoria mientras vivía y que tuvieron acceso a sus aspectos más íntimos solo tras su muerte; para ellos Susan Sontag debió de ser como una estrella en el firmamento, y leer sus diarios darse cuenta de repente de que el astro era en realidad un ser humano desgarrado por sus inseguridades.

La biografía que Benjamin Moser le dedica a la diva neoyorquina es un coloso de alrededor de ochocientas páginas, meticulosamente construido a partir de los textos de Sontag —íntimos y privados, publicados e inéditos— y de numerosas entrevistas con familiares, amigos y conocidos. Toda biografía es, en realidad, lectura y escritura, filtrado e interpretación, y, por lo tanto, una ficción o intersección de ficciones disimulada bajo el manto de la objetividad. Moser, plenamente consciente de esto, y sabiendo que el desfase entre la realidad y su estetización fueron uno de los temas predilectos de Sontag, analiza de forma minuciosa cómo la vida misma de la neoyorquina consistió en un proyecto transformativo que la llevó a rehacerse a sí misma una y otra vez, durante toda su vida, a través de la escritura. Es decir: Moser explora precisamente esa sorpresa que los lectores experimentamos al darnos cuenta de que no es lo mismo hablar de Susan, la persona, que de Sontag, su imagen proyectada. 

Como en toda biografía, lo más apasionante es ver cómo se forja la escritora, y en este caso concreto cómo la niña Susan Rosenblatt, huérfana de padre y criada por una madre egocéntrica y con problemas de alcoholismo, abandonada intelectualmente en el páramo cultural de Arizona, intentó escapar de ese mundo asfixiante a través de la lectura y la escritura. Fue desde muy temprano una lectora voraz, insaciable, cuyo juicio llegó a ser temido por los demás, y que terminó por convertirse en una especie de extraterrestre doméstico, alguien venido del espacio exterior y cada vez más separada del mundo que la rodeaba. El miedo a no encajar, a ser diferente y no encontrar su sitio, la acompañaría toda su vida, de hecho, y ni siquiera en su madurez, cuando ya era la estrella de Manhattan, la abandonaría la ansiedad de sentirse fuera de lugar, de ser, como había sido durante su infancia, la niña a disgusto con su entorno. 

En una ocasión escribió en su diario que solo estaba interesada «en gente embarcada en un proceso de autotransformación»; y ella misma se sometió a sí misma a ese proceso sin ninguna piedad. La adopción del apellido de su padrastro, Sontag, fue solo el primer paso en un largo camino de constante reinvención, y en el que se afanaría en todos los aspectos de su vida. Durante su juventud cambiar de nombre significó para ella un nuevo comienzo, una nueva identidad, la posibilidad de renacer como una persona nueva y alejarse de la niña desdichada que ella sentía que había sido; desde muy joven Susan Sontag concibió el yo como un fenómeno estético, como algo que podía escribirse y reescribirse si se tenía la fuerza de voluntad necesaria. Decidió ya de joven que ella la tenía, y que algún día Susan Rosenblatt llegaría a ser alguien importante. 

Esta voluntad de llegar a ser a tal y como ella se había soñado a sí misma creó, con el paso de las décadas, esa división brutal entre su vida íntima y su personaje público y que Moser, como mencionaba al principio, pone de relieve distinguiendo a Susan, la persona, de Sontag, su máscara. La joven Susan consiguió escapar de su familia, acudir a las universidades más prestigiosas del momento y, finalmente, convertirse en Sontag, la escritora, que comenzó su carrera abrazando las causas de la intelectualidad radical y que, más adelante, en otra de sus habituales metamorfosis, se convertiría en la gran abanderada de la causa del liberalismo político en los Estados Unidos. El trabajo, es decir, la escritura, fue para Sontag no solo una vía de escape, sino una manera de darle una nueva forma a la realidad; cuando se sentaba frente a un libro o frente a su máquina e escribir no eran solamente sus inseguridades las que se disolvían, sino toda ella, que se sacrificaba por su texto. Para ella siempre fue más importante la obra, su legado para el mundo, que su propio yo, al que arrinconó todo lo que pudo y al que permitía respirar únicamente en sus diarios y frente a sus amantes. Sus ensayos y sus novelas, siempre asépticos hasta el punto de causar frustración, hacen muy difícil hacerse una imagen de quién fue la mujer tras la máscara. Son un legado, sí, pero uno deliberadamente gélido, porque la neoyorquina siempre aspiró a la universalidad y consideró que, para alcanzarla, debía sofocarse a sí misma.

No siempre tuvo éxito. Por ejemplo, cuando fue consciente de sus tendencias lésbicas, intentó reeducarse a sí misma para convertirse en una heterosexual modélica. Obviamente no lo consiguió, y, aunque tuvo numerosas amantes, nunca fue capaz de asumir su derrota ante sí misma, de reconocerse tal y como era, ni mucho menos de reconocer en público que era, como mínimo, bisexual. Otro ejemplo: cuando hubo de enfrentarse al cáncer, intentó sobreponerse a él como se había intentado sobreponer a su sexualidad y como intentó sobreponerse a todo: intelectualizándolo y planteándoselo como un asalto más en la batalla entre el cuerpo y la mente, entre su voluntad y la realidad material. Nunca estuvo dispuesta a asumir que había aspectos de la vida que no dependían de la disciplina y que no podían ser transformados recurriendo al arte o la escritura, y fue finalmente el cáncer lo que puso punto y final a una vida en la que Susan Sontag había querido ejercer de autora, y no de mero personaje. 

Compartir: