Respira y erupciona
· Jorge G. Vázquez ·
Apuntes filosóficos
Las primeras imágenes que me vienen a la cabeza cuando pienso en una erupción volcánica son dignas de una buena serie de animación. Un río de lava, un/a transeúnte despistado/a y su consecuente calcinación que sólo dejará sus huesos quemados. Dependiendo de tus gustos quizás añadas ciertos detalles como la piel o los órganos siendo consumidos por las llamas, pero mi imaginación, para esto, es más básica. Resulta que ésta no es la manera más común de morir en una erupción volcánica, por suerte (y por desgracia).
Hay ciertamente gente que muere a causa de explosiones volcánicas, ya sea en contacto directo con el impacto o por medio del golpe de los numerosos pedazos de roca que salen despedidos a gran velocidad y los que, por casualidad, puede que se crucen verticalmente en tu camino (encima de ti). Pero esta no es la manera más normal en la que un volcán puede ser mortal; normalmente su peligro yace en esa gran humareda que, por un lado, puede parecer que preceda a la catástrofe… pero es, en efecto, la catástrofe en pleno clímax.
Aparentemente no hay nada más nocivo en una erupción que la ceniza volcánica: esas partículas, producto de una abrasión exhaustiva que las reducen al tamaño más diminuto y ligero posible para que sólo haga falta que el aire (que va a ser bien veloz una vez salga del cráter) las lleve a tus pulmones y que laceren microscópicamente tus células respiratorias mientras intentas dejar de toser o respirar con más fuerza. También están los gases pesados, como el dióxido de carbono o el sulfuro de hidrógeno, que no dejan de ser comunes en una erupción (e increíblemente venenosos), pero pueden ser evitados con más facilidad. La idea es que, en cuanto te cueste respirar, lo peor está en progreso (¡aunque no hace imposible que puedas sobrevivir!).
Estoy escribiendo esto porque no hay otra cosa que me guste más que divagar dentro de una metáfora. Aprovechando que los demás textos en este número han hablado de las erupciones fermentadas a base de inmensas presiones y de su violenta eyección y explosión, no puedo evitar pensar en aquello que ocurre después del lanzamiento. Creo que es algo en lo que incluso la gente menos visceral que conozco no se para a pensar: ¿qué pasa después de soltarlo todo?
A lo mejor a nadie más le importa, pero a mí sólo me aviva la curiosidad, la verdad. Cuando alguien explota por primera vez no creo que pueda pensar mucho en las consecuencias (ni que importe en ese momento) ya que, primero, seguramente tengas apenas meses de vida y, segundo, no seas ni capaz de pensar de tal modo que te pueda ayudar de ninguna manera. Pero es algo muy primitivo en nosotros y, sin duda, creo que es algo que experimentamos en muchas etapas de nuestra vida; estamos muy acostumbrados a explotar (y a que nos exploten demasiado cerca), pero creo que no nos gusta tener en cuenta que nos tocará vivir con los escombros y consecuencias de estas explosiones (tanto de las nuestras como de las de otros). Y es que los restos de una explosión no son tan memorables como son irreversibles y longevos.
Lo peor que puede pasar con una explosión es que, si no acaba contigo, te acuerdes de lo cerca que estuvo. Puede ser, como bien dice Nietzsche, que “lo que no te mata, te hace más fuerte”, pero si no eres capaz de sentirte o creerte fuerte después de algo así, esa fuerza interna, que puede estar ahí, parece encontrarse fuera de tu alcance. En mi caso, esto suele ser así; no sé si lo será en el tuyo. Esto también tiene que ver con ciertas creencias que tengo al respecto, ya que, a veces, por mucha fuerza que uno tenga, destrozar algo o a alguien puede acabar fácilmente con uno mismo/a. El dolor tiene que ser escuchado y hay gente que lo ensordece; y yo no quiero.
Relacionando esto con lo mencionado sobre las erupciones volcánicas me surge la siguiente duda. Cuando erupcionamos, ¿ejecutamos o recibimos la explosión? Es decir, ¿somos nosotros aquellos que expulsamos violentamente la ceniza y los gases pesados antes de que la lava corra ladera abajo o estamos sujetos a la corrosión de la ceniza y nos cuesta respirar porque algo ha reventado agresivamente dentro? Sinceramente, creo que ambas, de un modo u otro, y a la vez. No sé si esto tiene mucho sentido para ti, pero a mí me parece de lo más intuitivo (que no simple o fácil); vamos, que encaja. En estos momentos no puedo (ni quiero) evitar que mi pragmatismo interior me pregunte: “¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos con esto?”. Lo que estábamos esperando: extender la metáfora hasta donde nos pueda enseñar algo.
Si estamos explotando (o algo explota dentro de nuestro cuerpo) es porque seguramente haya estado sometido a una presión enorme durante bastante tiempo. Es esta presión, en combinación con algún movimiento brusco en los cimientos de nuestro ser (o de las placas tectónicas en el caso de los volcanes), lo que da comienzo a nuestra erupción. En estos momentos, a diferencia de los inertes volcanes, tenemos la opción de detener esta erupción. Y mira que yo no siempre tengo ganas de meterme en un conflicto, pero, ¿por qué querríamos hacer algo así? ¿Y si, en vez de presionarnos más y hacer la siguiente explosión aún más incontrolable, intentamos erupcionar a nuestro gusto?
Aparentemente, dependiendo de lo viscosa que sea su lava, las erupciones pueden ser más violentas cuanto más viscosa sea, (ergo, más dificultad tenga la lava para fluir) o más discurridas cuanto menos viscosa, (ergo, menos dificultad tenga la lava para fluir). Del par de ataques de ansiedad que creo haber tenido, hay una cosa de ellos que me ha fascinado: cuanto más ‘viscoso’ es, más ‘explosivo’ es para mí (mis palabras se atragantan y mi pecho no puede con la convulsión continua de coger más aire, aprovechando tan poco). No creo que exista un ataque de ansiedad leve por definición como para contrastarlo, aunque no quiero imaginar lo ‘explosivos’ que pueden llegar a ser.
A lo que me refería antes con ‘erupcionar a nuestro gusto’ tiene que ver con esto último. No sé tú; pero yo no quiero asfixiarme en mi erupción interior: no hay nada que me provoque tanta frustración como no poder expresar o articular algo tan primario e instintivo (pese a que su articulación pueda carecer de sentido alguno) que necesito sacar fuera de mí. Así que, existiendo una manera de erupcionar en la que no me ahogue, mientras pueda canalizar, tan mínimamente como pueda, cómo dicha presión interior alzará mi lava interior, así lo haré.
Así, la erupción, sea como sea, va a sacar la ceniza que lleves dentro. La cuestión será cómo la vas a sacar, si tienes opción de evitar que te abrume desde dentro, y no te permita llenar tus pulmones y te queme por dentro de manera tan profunda que te deje recordar la presión en tus costillas durante años en los momentos menos indicados, como le pasa a gran parte de la gente que revienta desde dentro, no siempre se puede evitar.
Pero la siguiente vez puedes intentar disipar esa presión dentro de ti: no contenerla hasta que sea tan agresiva que ni tu torso la pueda aguantar dentro, sino que podrías dejar que la ceniza vaya escapando lentamente de ti mientras formulas, con precisión e intención, tus palabras. Que estas fluyan naturalmente en un movimiento suave pero no menos mortífero, ya que arden y llegarán hasta donde deban, pues van a derretir lo que necesiten a su paso y, cuando ya no tengan más poder de combustión, se solidificarán de manera patente dejando un vestigio del camino que recorrieron. Ya sea que las personas que te rodean decidan evacuar o no, respecto a lo que he aprendido, mi sugerencia para ti es simple: respira y erupciona.