Órdenes

Más excelso [Júpiter] por su lugar, y apoyado en su cetro marfileño

 terrorífica, de su cabeza sacudió tres y cuatro veces

la cabellera, con la que la tierra, el mar, las estrellas mueve;

de tales modos después su boca indignada libera 

Ovidio, Metamorphoses I

El dios sacudió su cabellera tres veces, golpeó el suelo con su bastón y decretó, el Museo quedaría cerrado hasta nueva orden. El virus traído por los turistas podía haber quedado suspendido en los marcos de los chefs-d’oeuvre, su peligro era inminente: podía desprenderse y propagarse en los cuerpos. La gente se agolpó hacia la salida, el virus ya flotaba entre sus bufandas y sus pelos. 

Tras mucha deliberación, al día siguiente se decretó también el cierre de las universidades, en sus recovecos persistía la enfermedad, en los clamores de los estudiantes salpicaba y contagiaba. Los mendigos se desperezaron, recogieron sus bolsas y abandonaron las bibliotecas públicas, dejando gérmenes y llevando con ellos la persistencia del virus. 

Por la noche, la población asustada caminaba por las calles. Se acercaron a los teatros pero ya los habían cerrado, el virus pendía de las bambalinas, se desparramaba por las paredes. Se agolparon en los bares abiertos. 

Horas después, el dios insatisfecho sacudió la cabellera tres y cuatro veces y decretó el cierre inmediato de los bares y las tiendas. La gente bajó la voz y se agolpó un poco más, hasta que les echaron. Se fueron tocando mesas y vasos imperceptiblemente infectados. 

En la mañana, la gente se concentró en los parques, disfrutaron del último rayo de sol antes del decreto inevitable. Caminaron de puntillas con miedo, sin querer tocarse ni mirarse, sin embargo, demasiado cerca para que un diminuto escupitajo infecto o una pequeña legaña contagiada lanzada al viento, no pudieran adherirse a los tejidos ajenos. El virus seguía creciendo y anidando en las copas de los árboles, cayendo, diseminando, ayudado por el viento en su segura propagación. 

Por la noche salió el decreto, inapelable. Terrorífico golpeó el suelo con su bastón y decretó la prohibición inmediata de la agrupación callejera. El virus atacaba especialmente entre los balcones, aguardaba en cada esquina, se escapaba en las palabras. Se prohibía salir a la calle salvo para comprar comida. 

La gente aterrorizada se enfundó en mascarillas y guantes improvisados, salieron a comprar solos, sin mirarse los unos a los otros, conscientes de la predilección del virus por los ojos. Se pegaron a las esquinas. Contuvieron la respiración al cruzarse con otros, en vano. El virus flotaba en el aire, se posaba sobre las frentes de los ancianos, se desprendía en cada resoplido, brotaba de las gargantas, goteaba las narices, se mezclaba en la atmósfera.

Las leyes no impedían la propagación. La gente comprando seguía hablando, salpicando infecciones entre las comisuras babosas. Además, el virus se aferraba en los pomos de las puertas y en los bordes de los estantes. Infectaba los envoltorios de papel de váter, las cajas de leche. Triunfaba subido en su copa, mecido en el aire. 

Asomado a la tierra, el dios se sacudió furioso y gimió hondo la decisión irrevocable, decretó el cierre inmediato de las calles. Militares armados y perros policías impedirían la salida. Pero el virus todavía se agarraba, se incrustaba a los adoquines, se expandía y crecía en las fachadas de las casas, traspasaba los guantes de los oficiales. Enfermaron. Se decretó la cuarentena absoluta. 

Las calles quedaron desiertas, los mendigos se murieron, el polvo amigo del virus se movía lentamente por las calles, subiendo, bajando lomas. 

Sin embargo, un día, un superviviente se atrevió. Salió temprano, sabiendo que nadie vigilaba las calles. Vacías, iluminadas por la mañana, reflectantes. Inconsciente de los gérmenes que pendían de estatuas y fuentes, caminó y caminó hasta llegar al río, donde se arrastraban los virus y llegaban a morir. Apartaba cortinas de bacterias, ahuyentaba moscas moribundas. Dio dos pasos hacia el puente e inclinó su cuerpo hacia el agua, contemplando los reflejos y los patos. 

De pronto, el dios liberó su boca indignada. Atronadora y resuelta salió la voz que gritaba “detente, retira tus manos de ese nido de virus”. Helado, paró sus manos en el aire, apartándolas del borde. Buscó quién emitía la voz, una cara, una mano, una sombra…pero todo estaba desierto y desolado. La voz sonó de nuevo, autoritaria, hueca “aparta, vuelve sobre tus pasos”. Como Nijinski desquiciado en Saint-Moritz, el rebelde obedeció, su cuerpo se giró lentamente, aterrorizado, las gaviotas alzaban el vuelo con estertores, dio tres pasos lentos, y echó a correr. La voz le seguía persistente, le empujaba. 

Sudoroso, contagiado, llegó a su casa, su cuarentena, su penal.  

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