Objetos personales
/BIBLIOTECA
· Naomi Klein ·
(Fragmento de La doctrina del shock)
Durante los interrogatorios hostiles, la primera fase para desarmar a los prisioneros consiste en despojarles de la ropa y de todos los objetos que puedan recordarles quiénes son. Con frecuencia, los objetos que tienen un valor especial para los prisioneros, como un Corán o una fotografía muy querida, se tratan con un desprecio total. El mensaje es el siguiente: «No eres nadie, eres quien nosotros queremos queseas», la esencia de la deshumanización. Los iraquíes soportaron este proceso en masa cuando tuvieron que contemplar cómo se profanaban sus instituciones más importantes y su historia se cargaba en camiones para después desaparecer. Los bombardeos dañaron seriamente la ciudad, pero los saqueos (ignorados por las tropas ocupantes) borraron el corazón del país.
«Los cientos de saqueadores que redujeron a añicos cerámicas antiguas, que rompieron vitrinas y se llevaron piezas de oro y otras antigüedades del Museo Nacional de Irak han saqueado nada menos que los recuerdos de la primera civilización», informó el diario Los Angeles Times. «Ha desaparecido el 80% de los 170 000 objetos de gran valor del museo.» La Biblioteca Nacional, que contenía copias de todos los libros y tesis doctorales publicados en Irak, quedó hecha una ruina ennegrecida. Coranes iluminados de miles de años de antigüedad desaparecieron del Ministerio de Asuntos Religiosos, totalmente calcinado. «Hemos perdido nuestra herencia nacional», dijo un profesor de instituto de Bagdad. Un comerciante local explicó sobre el museo: «Era el alma de Irak. Si el museo no recupera los tesoros saqueados, sentiré como si me hubiesen robado una parte de mi propia alma». McGuire Gibson, arqueólogo de la Universidad de Chicago, describió los hechos como algo muy parecido «a una lobotomía. La memoria profunda de toda una cultura de miles de años ha sido borrada».
Gracias, en gran parte, a los esfuerzos de los clérigos que organizaron las misiones de salvamento en medio de los saqueos se ha logrado recuperar una parte delos objetos. No obstante, muchos iraquíes estaban convencidos, y todavía lo están, de que la lobotomía de la memoria fue intencionada, es decir, que formó parte de los planes de Washington para eliminar la nación fuerte y arraigada que era y sustituirla por su propio modelo. «Bagdad es la madre de la cultura árabe», afirmó Ahmed Abdulá, de setenta años, para el Washington Post, «y quieren acabar con nuestra cultura».
Como señalaron sin demora los planificadores de la guerra, el saqueo fue obra de iraquíes, no de las tropas extranjeras. Y es cierto que Rumsfeld no planificó el saqueo de Irak, pero tampoco tomó medidas para evitarlo o para atajarlo cuando se produjo. Estos fallos no se pueden descartar como simples descuidos.
Durante la guerra del Golfo, en 1991, trece museos iraquíes fueron saqueados. Por tanto, parecía lógico pensar que la pobreza, la ira contra el antiguo régimen y el ambiente general de caos iban a impulsar a muchos iraquíes a responder de la misma manera, sobre todo si tenemos en cuenta que Sadam había vaciado las cárceles unos meses antes. Varios arqueólogos de prestigio alertaron al Pentágono de que necesitaba una estrategia de sellado para proteger los museos y las bibliotecas antes de cualquier ataque. El 26 de marzo, el Pentágono publicó una circular para el comando de la coalición con una lista «por orden de importancia de 16 lugares» que necesitaban protección en Bagdad. El segundo de la lista era el museo. Otros avisos instaron a Rumsfeld a enviar un contingente policial internacional junto con las tropas para mantener el orden público (y otra sugerencia que fue ignorada).
Sin embargo, aun sin la policía había suficientes soldados estadounidenses en Bagdad para poder destinar algunos a los enclaves culturales más importantes, pero no fue así. Existen numerosos testimonios de soldados americanos que pasaban el rato junto a sus vehículos blindados mientras observaban cómo pasaban los camiones llenos de objetos saqueados (un reflejo de la indiferencia procedente directamente de Rumsfeld). Algunas unidades asumieron unilateralmente la tarea de detener los saqueos, pero en otros casos los soldados se unieron a los robos. El aeropuerto internacional de Bagdad quedó completamente destrozado a manos de soldados que, según Time, rompieron todo el mobiliario y los aviones aparcados en las pistas: «Soldados norteamericanos que buscaban asientos cómodos y souvenirs destrozaron asientos, mandos de cabina y parabrisas de numerosos aviones». El resultado se calculó en unos 100 millones de daños a las líneas aéreas nacionales de Irak (uno delos primeros valores que entró en el bloque de subasta de la controvertida privatización parcial).
Dos de los protagonistas de la ocupación explicaron parte de las razones por las que hubo tan poco interés oficial en detener los saqueos: Peter McPherson, asesor económico de Paul Bremer, y John Agresto, director para la reconstrucción de la educación superior. McPherson explicó que cuando vio a los iraquíes llevándose propiedades del Estado —coches, autobuses, equipamientos de los ministerios—, no le preocupó. Su tarea como principal terapeuta del shock económico en Irak era reducir radicalmente el Estado y privatizar sus activos, lo que significaba que los saqueadores en realidad le estaban ayudando. «Pensé que la privatización que se produce de manera natural cuando alguien toma un vehículo o un camión del Estado no tenía nada de malo». Burócrata veterano de la administración Reagan y firme creyente en la economía de la Escuela de Chicago, McPherson describió el pillaje como una forma de «reducción» del sector público.
Su colega, John Agresto, también encontró motivos para la esperanza cuando vio los saqueos de Bagdad por televisión. Para él, su trabajo —«una aventura irrepetible»— consistía en rehacer el sistema educativo superior de Irak a partir de lanada. En aquel contexto, los destrozos en las universidades y el Ministerio de Educación supusieron «la oportunidad para empezar de cero», de dotar a las escuelas de Irak «del mejor equipo y el más moderno». Si la misión era la «creación de una nación», como tantos creían, todo lo que quedase del viejo país sólo iba a suponer un estorbo. Agresto era el ex presidente del St. John’s College (Nuevo México), un centro especializado en libros valiosos. Explicó que aunque no sabía nada de Irak, había resistido la tentación de leer sobre el país antes de su viaje para llegar «con lamente lo más abierta posible». Como sus colegas de Irak, Agresto iba a ser una tabla rasa.
Si Agresto hubiese leído uno o dos libros, tal vez se habría replanteado la necesidad de borrarlo todo y partir de cero. Habría sabido, por ejemplo, que antes de que las sanciones estrangulasen al país, Irak tenía el mejor sistema educativo de la región y la tasa de alfabetización más alta del mundo árabe: en 1985, el 89% de los iraquíes estaban alfabetizados. Como contraste, en el estado natal de Agresto, Nuevo México, el 46% de la población es analfabeta funcional, y el 20% es incapaz de realizar operaciones «básicas de matemáticas para calcular el total de una compra». Con todo, Agresto estaba tan convencido de la superioridad de los sistemas americanos que se mostró incapaz de contemplar la posibilidad de que los iraquíes quisieran salvar y proteger su cultura, y de que sintiesen su destrucción como una pérdida terrible.
Esta ceguera neocolonialista es un tema recurrente en la guerra contra el terror. En la prisión de Guantánamo hay una sala conocida como «la choza del amor». Los detenidos son conducidos a esta celda cuando sus captores han decidido que no son combatientes enemigos y están a punto de ser liberados. En la choza, a los prisioneros se les permite ver películas de Hollywood y se les sirve comida basura americana. A Asif Iqbal, uno de los tres británicos detenidos conocidos como «los tres de Tipton», se le permitió recibir varias visitas antes de que él y sus dos amigos fuesen enviados a casa. «Veíamos DVD, comíamos de McDonald’s y Pizza Hut, y no hacíamos nada. En esa zona no llevábamos grilletes. […] No teníamos ni idea de por qué nos trataban así. El resto de la semana volvíamos a las celdas de siempre. […] En una ocasión, Lesley [oficial del FBI] compró Pringles, helados y chocolatinas. Fue el último domingo antes de nuestro regreso a Inglaterra». Su amigo, Rhuhel Ahmed, especuló con la posibilidad de que aquel trato especial fuese porque «sabían que se habían pasado de la raya, nos habían torturado durante dos años y medio y esperaban que así lo olvidásemos».
Ahmed e Iqbal fueron detenidos por la Alianza del Norte mientras visitaban Afganistán de camino a una boda. Fueron golpeados con violencia, les inyectaron drogas sin identificar, les obligaron a mantener posturas incómodas durante horas, les privaron del sueño, les forzaron a afeitarse y les negaron todos los derechos legales durante veintinueve meses. Y se suponía que iban a «olvidarlo» ante la irresistible tentación de unas Pringles. Ese era el plan.
Resulta difícil de creer, pero de nuevo ése era más o menos el plan de Washington para Irak: sembrar el shock y el terror en todo el país, destruir sus infraestructuras, permanecer de brazos cruzados mientras su cultura y su historia eran víctimas del pillaje, para arreglarlo después con un abastecimiento ilimitado de electrodomésticos baratos y comida basura importada. En Irak, este ciclo de borrar una cultura para sustituirla por otra no fue teórico; todo se desarrolló en cuestión de semanas.
Paul Bremer, nombrado por Bush para dirigir la autoridad de la ocupación en Irak, admite que cuando llegó a Bagdad por primera vez los saqueos continuaban en pleno apogeo y el orden estaba muy lejos de ser restaurado. «Bagdad estaba en llamas, literalmente, cuando llegué desde el aeropuerto. […] No había tráfico en las calles; no había electricidad, ni producción de crudo, ni actividad económica, ni un solo policía de servicio». A pesar de todo, su solución a la crisis fue abrir inmediatamente las fronteras a las importaciones sin ninguna limitación: ni aranceles, ni impuestos, ni inspecciones ni tasas. Irak, según declaró Bremer dos semanas después de su llegada, estaba «abierta para los negocios». De la noche a la mañana, el país pasó de ser uno de los más aislados del mundo, separado del comercio más básico por las estrictas sanciones de la ONU, a convertirse en el mercado más abierto del planeta.
Mientras las camionetas de reparto cargadas con los objetos saqueados partían hacia Jordania, Siria e Irán, en la dirección opuesta llegaron convoyes de remolcadores repletos de televisores chinos, DVD de Hollywood y satélites jordanos, todo listo para ser descargado en las aceras del distrito bagdadí de Karada. Una cultura desaparecía bajo las llamas y a manos de los saqueadores, y otra llegaba en sus embalajes para sustituirla.
Una de las empresas norteamericanas preparada para dar el pistoletazo de salida al experimento del capitalismo de frontera fue New Bridge Strategies, fundada por Joe Allbaugh (ex jefe de FEMA con Bush). Su promesa consistió en utilizar sus contactos políticos de alto nivel para ayudar a las multinacionales estadounidenses a llevarse una parte del pastel de Irak. «Conseguir los derechos de distribución de Procter & Gamble sería una mina de oro», observó entusiasmado uno de los socios dela compañía. «Un Seven Eleven bien surtido podría dejar fuera de juego a treinta tiendas iraquíes, y un Wal-Mart se haría cargo de todo el país». Como los prisioneros de la choza del amor de Guantánamo, todo Irak iba a ser sobornado con Pringles y cultura pop. Esta era, al menos, la idea de un plan de posguerra de la administración Bush.