Monte Pelée y serpientes en Martinica

ces pelletées de petites âmes sur le Caraïbe aux trois âmes,
chaude élection de cendres, de ruines et d’affaissements 

Aimé Césaire

 

I

Presagios

 

          Al final del día, Pelé vuelve a su casa después del trabajo, pedaleando. Se detiene en un campo pelado y seco a cuatro kilómetros del volcán. El volcán emite ligeros sonidos: latidos remotos y rumores lejanos. Pero Pelé solo está pendiente de dos pequeñas serpientes en el campo pelado – entre las zarzas – copulando desaforadamente y devorándose. Coge un palo para azotarlas duramente y separarlas. La tierra empieza a temblar. El monte empieza a resquebrajarse, sin que él se dé cuenta.
          Llega a su casa en el barrio de las Mornes donde vive. El esqueleto de su casa está encaramado sobre minúsculas patas de cemento en la calle empinada de este barrio en la colina que asciende de la ciudad de Saint Pierre en Martinica. Sube por la escalerilla de penca de guano y se encuentra sentados en la cama de tablas a sus hermanos Exélie, Vêté, Congolo, Lemké, Boussolongo. Sin saludar, se quita el sombrero y se sienta también. La casa cruje con sus entrañas de bosque.
          Entra la madre incansable de su pedalear furioso de todo el día llevando camisas planchadas a los ricos colonos de Saint Pierre. De todo el día pedaleando incansable por el hambre incansable de sus seis hijos. Pelé le cuenta tímidamente lo de la asamblea convocada por el Partido del Poeta Cesario. Pelé había traído un panfleto a casa para leerlo a su familia: el poeta prometía una revisión de la ley de los veintinueve latigazos legales a los trabajadores negros; mejoras en los barrios de las Mornes. Mientras el ceño de su madre comenzaba a fruncirse, las palabras de Pelé iban perdiendo su fuerza, se desinflaban, flaqueaban e iban apagándose como el incendio contenido de la Morne.
        Ahora grita la madre con su ceño completamente fruncido, como un sinsonte alarmado en la tarde, “¿Cómo va Pelé a asistir a una asamblea ilegal, convocada por tamaño tunante? ¿cómo va a quejarse de las leyes, a derrocar al gobernador?”, y, sobre todo, cómo se atrevía a traer esa porquería a casa. Encendió el pequeño fogón y lanzó dentro el panfleto, que se consumía débilmente en un grito apagado, mientras seguía hablando “Pelé y todos mis hijos votarán al gobernador marsellés Monsieur Mouttet con su mujer tan bien plantada y su corte de hijos rubios, con su saber francés de gobierno francés y sus grandes obras de beneficencia”. Mientras hablaba, sus palabras estrelladas como la ciudad se acompañaban con el fuerte fluir del río que desde hacía días arrastraba una fuerte corriente, bajando desde lo alto del Monte Pelée. Los hijos callaban. El corazón de Pelé latía con fuerza, con su grito de injusticia estallando por dentro, incapaz de hablar. El panfleto le había encendido todas las venas y venillas, se había memorizado sus palabras sagradas, sus profecías de fuego y renovación. Pero la voz no salía, el ceño ganó la noche, callados cenaron. Antes de acostarse, Pelé vigiló el escondite donde guardaba el libro manoseado del Poeta que había adquirido meses antes en la calle de la Paja. 

          Al día siguiente, Pelé se levanta de su cama de tablas de madera “de donde se levantó mi raza, toda completa, mi raza de esta cama de madera” con el canto del gallo y repitiéndose los versos del poeta. Sale temprano a trabajar. Una tormenta se eleva encima del volcán y se va expandiendo por todo el cielo; sembrando oscuridad. Fumarolas salen de las pendientes del volcán.
         Le habían llamado Pelé por su parecido con la montaña que los rodeaba. Tenía su misma mirada rotunda y su fuerte estructura, arraigada a la tierra por un fuerte peso. Tenía ronca voz y roncas manos, con que doblaba las cañas para hacer las cestas de guano – una por minuto.
          Mientras desciende la Morne para ir a Saint Pierre, ve correr más deprisa que de costumbre el río Blanco, que se ha vuelto amarillo debido al azufre. Siente la tierra agrietarse con nuevas fumarolas, emiten nuevo azufre en pequeñas cantidades. El río llega a la playa negra depositando piroclastos y ríos de ceniza. El lodo que corre por las laderas del volcán también viene a caer ahí.
          En su trabajo en la fábrica de cestas, las luces están encendidas. Los trabajadores cuchichean, comentan a media voz lo que habían visto aquella noche: un cráter del volcán brillando, relámpagos de fuego saliendo de la boca, ruidos subterráneos y temblores en las casas. A Blondon se le había reventado una lámpara contra el suelo, provocando grandes gritos en su casa.
          Los viejos le quitaban importancia. Hablaban de años atrás, de los avisos falsos del Monte. Se agitaba contra el suelo, expelía sus humos y se volvía a dormir. Esta tierra, esta tierra nuestra, nunca se levanta. Siempre estaremos aquí dormidos, hechizados por las cañas de azúcar y el ron.
          —Siempre vivimos amenazados bajo la tutela de este volcán: en bonanza, su agua; a veces, su ira — decía el negro del guano — nadie puede escapar a la calamidad, no hay nada que hacer más que esperar las órdenes del gobernador.
           Sin embargo, Siméon Piquine avanzaba su profecía con voz callada: “nuestra tierra alcanzará su grandioso porvenir sin nosotros, nos rebasará con su grandioso porvenir: los volcanes estallarán, el agua desnuda arrastrará las manchas maduras del sol y no quedará más que un burbujeo tibio picoteado por los pájaros marinos; pero nuestra raza seguirá tumbada, como esta ciudad tumbada”.
          Pero un grito del patrón ahogó las cobardías insuficientes —¡Basta de esta mierda! — gritó, zanjando la misteriosa conversación. 

      Después de hacer setecientas cestas de guano, Pelé vuelve a casa pedaleando. Recordando las palabras de Piquine, se detiene a observar un momento el volcán que ha vuelto a su calma. Una tormenta ha disipado la oscuridad del cielo. Todo parece en paz recobrada. Mientras mira la montaña, unas vacas avanzan hacia él a trote cubiertas de ceniza blanca. Siente un picor en la pierna, baja la mirada al suelo pelado: millones de hormigas abandonan a gran velocidad sus hoyos, se le suben por la pierna, abandonan la tierra seca y profunda, para huir del derrumbe hacia la superficie.
        Ya en el barrio, camina por la calle entre pasillos alicatados, persianas pudibundas, patios pegajosos y pinturas que gotean, los enfermos toman el fresco tras la caída del sol supurante. Ciudad inerte, piensa Pelé con sus manos doloridas de doblar cañas, ciudad inerte con su muchedumbre inerte que grita – entre las avideces, las histerias, las urticarias, acosada por los engordes de microbios, los picores de heridas antiguas, las especies putrescibles. Piensa que sería mejor que la ciudad estallase, que el grito callado se desencadenara, que el incendio contenido explotara y que la lava cayera por las pendientes del volcán. Como había dicho el poeta, solo el fuego atesorado de los volcanes podía purificar tanta miseria, sacudir los cimientos de una ciudad asustada, de una raza callada.
           Pelé se acuesta junto a sus hermanos entre los gritos de los vecinos, y ya descansando después del día de trabajo, piensa en la ciudad durmiendo en sus hamacas tibias, y se repite los versos del poeta “mi alma está acostada, como esta ciudad acostada, entre la mugre y el lodo acostada, acostada”.  

           Un leve silbido le despierta al final de la madrugada. Escucha un cuerpo viscoso deslizarse por la hojarasca fuera de la casa. Se asoma, sus hermanos susurran presos del pánico.
          —¡Bèt-long!
          —¡Kravat!
          —¡Fer-de-lance!
        La víbora cabeza de lanza que ven desde la ventana con sus colmillos supurantes se acerca sigilosa al gallo del jardín, aquel gallo del alba que tanto les había despertado para pedalear. El gallo la mira con sus ojos abiertos, trata de huir pero la brutal bestia se abalanza veloz y muerde su cuerpo entero. Engulle, traga. Unas plumas sueltas recuerdan al ave caída. Después, la bestia se pierde entre la oscuridad de las calles, pasando el arroyo que ondula entre el excremento. Pero la víbora no vuelve hacia las Mornes, sino suavemente desciende las calles hacia el centro de la ciudad.
       El terror, la serpiente conocida, que normalmente ocupaba espacio en la montaña, había descendido hacia las casas, como bestia milenaria que reaparecía años después, salía de su cueva de la montaña en que tanto tiempo había permanecido escondida; sin que nadie entendiera por qué.  

           Al día siguiente, no una sino cientos de bet-longs habían invadido la ciudad. El ejército tomó las calles. Las aniquilaban con armas de fuego, derramándose el veneno a través de sus negras heridas
          Los habitantes las espantaban con palos, se trababan en combate con ellas cuando ascendían por esos mismos palos, fauces abiertas, cola en punta, veneno viscoso goteando de los colmillos. Apaleadas las víboras, se retorcían. Pero venían más, amenazadas se lanzaban a las rodillas de los oficiales, traspasando los pantalones, asesinando.
          De la verde selva bajaban las serpientes apabulladas y apabullantes. Descendían entre las ceibas y las palmas a gran velocidad desde el temible monte. Al final del mediodía ya habían matado a veinte personas.
         Pelé avanzaba por Saint Pierre entre tiros y vacas muertas. De las montañas descendían humos de los incendios desatados en las Mornes, incendios contenidos buscando la ignición que se esconde entre las palmas.
          Al llegar al trabajo, el patrón tenía un revolver sobre la mesa. Cuando entró Pelé, más que a las serpientes, amenazaba al viejo Siméon Piquine que gritaba sin poder contener su grito, al borde de su estallido sanguinario: “el grandioso porvenir de la Martinica nos rebasa, nos destruye, nos ignora: maremotos y erisipelas y paludismos y lavas y fuegos de sabana, y hogueras de carne, y hogueras de ciudades…”.
        Por detrás de la ventana, se oían los cañones al lado del grito del hambre y de miseria de la muchedumbre extrañamente parlera y muda que gritaba de pánico por primera vez en años. Porque todos lo habían comprendido: las serpientes huían del volcán. 

II
Las elecciones

         A pesar de los aluviones de lodo caliente, la lluvia de ceniza, los terremotos, los proyectiles piroclásticos, la roja incandescencia y los cráteres brillando en la noche; las elecciones se mantenían.
          La gente estaba inquieta, no lograban dormir en sus hamacas tibias, mientras escuchaban los árboles desplomarse en la noche bajo la ceniza volcánica, la tierra temblar y agrietarse con las fumarolas. Algunos se quejaban con leves cuchicheos en los pasillos alicatados, tras las persianas pudibundas. Incluso ocurrió que el negro Grandvorka, enfurecido por la muerte de sus vacas por las serpientes bet-longs, fue a quejarse a la policía. Su grito de hambre recibió los veintinueve azotes legales de los gendarmes, volvió a callarse.
          Pero el 1 de mayo, mientras el alcalde Dumont daba un mitin sobre las escaleras del teatro, frente a la población selecta béké de Martinica (aquellos parientes de la emperatriz Joséphine, cuya estatua se exhibía, todavía con cabeza, en Fort-de-France) se oyó un inmenso estruendo. Una inmensa humareda se desprendía de las pendientes del volcán, despedazando rocas que caían con estruendo en las poblaciones más cercanas al monte, hirviendo. Pero la avalancha avanzaba acelerada hasta que un trozo de piroclasto cayó sobre la estatua de Racine asentada imponente en la fachada del teatro, reventándole la nariz. La gente huía con gran griterío. Las señoras corrían despavoridas sujetándose los sombreros de seda con las manos, encharcando sus zapaticos de charol en las aguas amarillas de los charcos.
           Mientras escuchaban el ruido persistente del río cada vez más amarillo por el azufre, ya desde la casa del alcalde; éste y el director del teatro (al fin asustados) escribieron un telegrama a Fort-de-France para el gobernador: “Fuerte erupción de Mt. Pelée. Población en pánico. Solicitamos medios de transportación para inmediata evacuación. Sic.”.
            Sin embargo, Monsieur Louis Mouttet contestó en el acto que eso no se podía hacer, que había que mantener las elecciones, que él mismo iría a Saint Pierre a calmar a la población, que iría con expertos, y que en París tenían asuntos más urgentes que unas cenizas en Martinica. 

           Mientras tanto, la población negra seguía cuchicheando, recolocando las lámparas y muebles de bosque que gemían y se desplazaban a cada temblor, a cada erupción. La luz se oscurecía y a las serpientes les sucedían los ciempiés, algunos hasta de diez centímetros de largo. Uno había rozado los pies de Vêté, el hermano menor de Pelé, que se retorcía en su cama, lleno de ronchas el cuerpo, sudando el veneno, con la tibiez viscosa en los tobillos, cicatrices de mortales anillos.
         En los barrios de las Mornes seguían recibiendo a los pobladores de los barrios cercanos al volcán, que huían. Venían temblando y hablando del juicio final, tosiendo y lavándose las caras de ceniza, los escapados del ingenio Guérin, los del distrito Prêcheur, “¡Escapamos de las bocas del infierno!” gritaba la vieja Kirine por las calles alicatadas del barrio de Pelé. 

       Entre la ceniza y la oscuridad, apareció, una tarde, sobre una tarima de tablas podridas, imponente en su traje, el poeta Cesario. Venía a hablar con los vecinos de las Mornes. Buscando el silencio que no llegaba – en medio de la multitud parlera y extrañamente muda – empezó su discurso.
         Fundador del partido independentista, el poeta había crecido en el ingenio Guérin, medio desnudo y asolado por las especies putrescibles, había sido educado como todos en la escuela Joséphine de Beauharnais (cuya estatua, todavía con cabeza, se exhibía en Fort-de-France) por el cura Dupont. De su lengua y su tierra había conseguido elaborar unos extraños versos con extraños significados sobre los negros de su país, su país de triste miseria pudriéndose bajo el sol, silenciosamente.
           Comenzó con su voz inmensa y enronquecida. Taladrando la audiencia, describiendo la miseria de la ciudad, “Al final de la madrugada, esta ciudad inerte con sus muertos de lepras, de agotamientos, de hambrunas, de miedos agazapados en los barrancos, de miedos encaramados en los árboles, de miedos enterrados en el suelo, de miedos a la deriva en el cielo, de miedos amontonados y sus fumarolas de angustia. Y en todo esto. Al final de la madrugada, la Morne olvidada, olvidadiza de saltar”.
          Con la referencia al barrio, la muchedumbre empezó a bajar la voz y a prestar atención. Como un viejo profeta, repetía la frase “al final de la madrugada” cientas, doscientas veces, hipnotizando a la audiencia, espejo deslumbrado en medio de la penumbra provocada por las fumarolas. Describía sus días y sus fracasos, el pedalear furioso y la negra miseria.
         —“Al final de la madrugada, madrugada de calor y de miedo ancestral, la gran noche inmóvil. Al final de la madrugada, el fracaso heteróclito, los hedores exacerbados de la corrupción. Al final de la madrugada, la vida postrada, sin saber dónde enviar los sueños abortados, el río de vida desesperadamente tórpido en la cama, sin turgencia ni depresión, inseguro de fluir”.
          Las voces callaban. Cejaron los cuchicheos y los chismes. Al final de la tarde solo se oían las palabras del poeta que salían como piroclastos del volcán vecino, iluminando a la gente en la noche, a sus cuerpos luminosamente oscuros.
             El poeta se quejaba de la falta de voz de su pueblo con extrañas palabras traídas del país natal, exigía su Voz a los colonos béké, que le habían prohibido presentarse a las elecciones legislativas, “¿quién tuerce mi voz? ¿quién confunde mi voz? Me mete en la boca mil garfios de bambú. Mil pinchos de erizo. Eres tú, peso del insulto y cien años de latigazos. Eres tú, cien años de mi paciencia, cien años de mis esfuerzos de una vida consagrada solo a no morir”. Se quejaba de la rabia ante la violencia descarnada, de su memoria cubierta de sangre de la esclavitud no olvidada, de sus muertos acodados en el paisaje luminoso de Martinica, en que señoras europeas acudían con sus pareos a bañarse, de los suplicios y de las humillaciones.
            Estas extrañas frases, lúcidas y terroríficas, no eran más alentadoras que las negras profecías del viejo Siméon Piquine, pensó Pelé, solo perpetuaban el destino lúgubre del pueblo de la Martinica, siempre pasando al lado de su grito de protesta, ignorante del estallido de la tierra, los volcanes y la sangre nueva, adormecido en la sangre derramada.
           Pero el poeta no iba a quedarse en esa queja tibia —“Pero…” — y marcó la gran brecha en la noche — “un extraño orgullo de súbito me ilumina”, se calló y entonces se produjo el gran silencio teatral que precede a la crecida, silencio total en que solo se escuchaba el fluir violento del río Blanco lleno de lodo y azufre.
       Entonces pronunció la gran sentencia: “Europa durante siglos nos ha cebado de mentiras e hinchado de pestilencias, porque no es verdad que la obra del hombre esté terminada, que no tengamos nada que hacer en el mundo, que nosotros parasitemos el mundo, que solo tengamos que acomodarnos al ritmo del mundo, porque la obra del hombre acaba de comenzar, y le queda al hombre conquistar toda prohibición inmovilizada en las regiones de su fervor. Y ninguna raza posee el monopolio de la belleza, de la inteligencia, de la fuerza y hay sitio para todos en el día de la conquista. Porque nosotros somos la lanza de noche de mis ancestros Bambaras, porque la sangre derramada encontrará el gusto amargo de la libertad. El esplendor de nuestra sangre estallará”.
           La audiencia empezó a taladrar la noche con aplausos y gritos de orgullo… levantando sus venas y venillas con la sangre nueva.
          Pero esos aplausos fueron ahogados por una fuerte explosión. Miraron arriba hacia el volcán que seguía emitiendo sus fumarolas negras, pero el ruido venía de Saint Pierre. Militares armados de la ‘milicia de color’ ascendían las calles empinadas del barrio de la colina, abrían fuego contra la noche. La muchedumbre se dispersó entre grandes gritos, ocultándose en los pasillos alicatados y las casas hechas de entrañas de bosque.
      Los militares dispersaron la asamblea ilegal, se llevaban apresado al Poeta. Sería trasportado inmediatamente a Fort-de-France para ser juzgado en la capital por la asamblea de jueces de togas negras y pelucas blancas.
          Pelé lo miró un momento, encaramado en su escalerilla de penca de guano, y repitió como un mantra “al final de la madrugada, al final de madrugada, la sangre estallará…”.  

        Mientras tanto, el gobernador general de Martinica Monsieur Louis Mouttet y su señora, la elegante Hélène de Coppet, habían llegado al Hôtel de Paris, en el centro de Saint Pierre.
          —¿Cómo les fue el viaje, queridos señores, desde Fort-de-France? — les preguntaba con sonrisa superlativa el alcalde.
          —Estupendamente, querido, ¿Cuándo iremos a examinar el volcán?
          —Mañana mismo, saldremos a las 8 de la mañana.
       —Perfecto, Dumont, ya verán, no es nada, meros humos y cenizas, algo tan corriente en estas tierras salvajes. Solo que estas poblaciones son supersticiosas, tienen miedo, quieren huir despavoridos, también he ordenado al ejército impedir toda salida de la ciudad. Lo mejor será que la población se esconda en sus casas.
         —Perfecto, querido señor, hasta mañana. 

III
Explosión

          Al alba, Pelé leía con furor, y se repetía en voz alta “al final de la madrugada, la gran noche inmóvil, las estrellas más muertas que un balafón destrozado”. Quería entender cada palabra, memorizarlo todo, y repetirlo y no parar de repetirlo ante todas las audiencias, sin tenerle miedo al ceño de su madre.
           El alcalde Dumont salió a las 7 de la mañana en dirección al hotel. Caminaba por la calle Victor Hugo, la ciudad había recobrado el sol, después de una tormenta que había disipado las cenizas volcánicas del cielo. El sol tosía y escupía sus pulmones sobre las fumarolas. Caminaba satisfecho de ver que el gobernador tenía razón, meras cenizas y humos, el volcán volvía a dormirse.
         Durante la noche, una multitud se había congregado a la salida de la ciudad para huir de los humos y rocas multiplicadas que eyectaba el Monte. Los oficiales paraban a familias enteras que querían escapar con sus animales domésticos. La gente rezaba en sus casas, sin poder dormir por el miedo, sintiendo el temblor de la tierra. Sin embargo, esa tormenta del final de la madrugada disipaba los terrores, el cielo brillaba con su azul tropical, el mar palaciego reverberaba en el puerto, donde durante la noche, varios barcos se habían llenado de extranjeros deseando escapar. Tras la tormenta esperaban, a unos kilómetros del puerto, el momento de tornar ahora que el volcán empezaba a dormirse.
         El alcalde Dumont alzó su sombrero servil al ver llegar a Monsieur Mouttet bañado y perfumado al final de la madrugada. Venía sonriente y muy hermoso, con la tez bruñida como los demás békés tostados por el agradable sol tropical, conseguido en paseos en velero por la costa martiniquesa, las mujeres adornadas de bellos pareos, cuando el Caribe estaba en calma, cuando el enorme pulmón de los ciclones no acosaba a los marineros.
          En su paseo, Dumont no se dio cuenta de que una imperceptible nube incandescente empezaba a ascender del cráter del volcán… cada vez acelerando más su ascensión tóxica y letal. 

        El volcán entraba en erupción a las 7:35 de la mañana. La columna piroclástica siguió elevándose por encima del Monte, cada vez a mayor velocidad, hasta elevarse a 10km de altura, mientras las laderas se cubrían de lava. De súbito, a las 7:55, la inmensa nube de ceniza ardiente y de gases tóxicos explotó, descendiendo a la misma velocidad incontrolable sobre las laderas cubiertas. Una incandescente avalancha de rocas y de gases se desprendía del monte que se despedazaba. La avalancha se desplazaba ardiendo y destruyendo; huracanada, se desparramaba por las laderas, calcinando todo a su paso, sembrando terror y muerte.
          Tardó un minuto en llegar a Saint Pierre y devastarlo todo. 

         En ese minuto, Pelé leía con furor y alcanzaba el final del libro del poeta, su profecía de desastres y levantamientos, “maravillosamente acostado el cuerpo de mi país, en la desesperación de mis brazos y, en sus venas, la sangre que duda”, pero esa sangre lograba estallar, cobrar vida, levantarse como Pelé lo había imaginado, como lo expresaban en su lenguaje extraño los versos del Poeta.
       Mientras leía las últimas palabras, empezó a sentir el gigantesco pulso sísmico. Un fuerte temblor reventó la estructura de la casa.
     Alcanzaba las últimas palabras, “penetración de la avispa apocalíptica” cuando vio la avalancha negra penetrar la casa, se acostó debajo de la cama de madera y abrazó la tierra, su último recuerdo fue un calor súbito y el recuerdo de sus versos “el gigantesco pulso sísmico bate ahora dentro de un cuerpo vivo en mi firme abrazo”.
     Mouttet y Dumont no vieron venir la avalancha huracanada, seguían pendientes del recorrido de la avispa, del plan de contención de la población, de las proclamas para las elecciones, de las mejoras en los campos de caña. Sintieron el calor y ya nada más. 

           La gigantesca erupción arrasaba Saint Pierre. El monte se derrumbaba en pedazos. La furia del Pelée arrasó las barcas del puerto, los edificios gubernamentales, las chozas de madera y las chozas de metal, a békés y pardos, a todos. El incendio contenido de las Mornes había encontrado su ignición.
            En el mismo instante, mientras el temblor se sentía en toda la isla herida, un grupo de rebeldes liberaba al poeta Cesario de su celda en Fort-de-France. Cuando huían por la plaza de la Savane, uno de los rebeldes, Léon Kravat, se desmarcó y con su fusil derrumbó parte de la estatua de la emperatriz Josephine de Beauharnais, ahora sin cabeza, en Fort-de-France.

 

Libre adaptación de Cahier d’un retour au pays natal (1947)

de Aimé Césaire (Basse-Pointe, Martinique, 1913 – Fort-de-France, Martinique, 2008)

 

Por Marta Jordana

 

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