Mi año de confinamiento, descanso y relajación

· Álvaro Guillén ·

              Es raro que una novela vuelva, pasados ya casi dos años de su publicación (uno en castellano), a estar de moda, y que, además, su premisa se haya revitalizado y resulte aún más atractiva que en el momento de darse a conocer. Más raras aún son las circunstancias que han rescatado a Mi año de descanso y relajación, la magnífica novela de la estadounidense Ottessa Moshfegh, del olvido en el que suelen caer los éxitos editoriales tan solo unas semanas después de ser colocados en las estanterías: le debe su resurgimiento a una pandemia mundial y el confinamiento masivo de medio planeta.

             Moshfegh nos cuenta la historia de una mujer que, por motivos que al principio desconocemos, ha decidido “hibernar” y está tomando cantidades ingentes de somníferos y tranquilizantes para intentar mantenerse inconsciente durante todo un año. Los momentos de vigilia son escasos y nebulosos, y los pasa comiendo galletas saladas, viendo películas y evitando cualquier tipo de estímulo o de esfuerzo intelectual que pueda ponerla nerviosa o darle ansiedad. Evita por ejemplo ver las noticias, que la saturan, la angustian y, sobre todo, la enfadan. A pesar de estar ambientada en el 2000, la novela en realidad nos habla de una sensación de sobrecarga y estrés que nos es contemporánea, y que internet ha intensificado en los últimos años. Quizás por eso fue tan exitosa al ser publicada y quizás por eso lo está volviendo a ser ahora: el encierro de esa muchacha que quiere evadirse y no termina de conseguirlo nos resulta sugerente a nosotros, que estando encerrados somos incapaces de desconectar e ignorar las voces cada vez más crispadas que nos llegan a través de la radio, la televisión, los periódicos y las redes sociales. ¿Cuántos no habremos deseado en algún momento de la cuarentena desconectar todos los aparatos y simplemente dormir?

             La narradora siente ese mismo impulso y, aprovechándose de sus privilegios —pues, aunque no sabemos su nombre, sí sabemos que es una mujer joven, guapa y rubia, procedente de una familia acomodada, con una carrera y dinero en el bolsillo— lo lleva a la práctica y huye. Huye de sus relaciones con unos hombres siempre infantiles y egoístas; huye de su trabajo en el despiadado mundo del arte neoyorquino (no sin antes cumplir los sueños de tantas y tantas personas y literalmente defecar en el escaparate de la galería de la que la acaban de despedir) y huye, por último, de su familia. Este aspecto es quizás la gran decepción de la novela, porque en última instancia toda su insatisfacción tiene su origen en un trauma familiar. Es este un cliché manido que lastra y desluce las acciones de la protagonista; habría sido un personaje mucho más interesante, más rompedor y más punki de no haberse recurrido a un recurso tan fácil.

              Mi año de descanso y relajación no sería lo que es sin Reva, personaje tragicómico que sirve de contrapunto a la narradora. Al contrario que ésta, Reva es una joven de familia humilde, que ha estudiado economía (algo “útil”) y cuya máxima aspiración es ascender en la escala social de Nueva York. Se la caracteriza como “una esclava de la vanidad y el estatus”, insegura, envidiosa, infeliz e insatisfecha; está obsesionada con adelgazar, estar a la moda y encajar, y es feliz sobre todo ante la desgracia ajena. Se trata quizá del personaje más logrado de la novela, y la crítica más completa y redonda a una sociedad que instila en sus miembros una obsesión hueca y enfermiza por el éxito, destruyéndolos en el proceso. Ella, toda fachada y sentimientos preabricados, y la narradora, apática e insensible, son las dos caras de la misma moneda, dos víctimas de un mundo cada vez más acelerado y más incomprensible.

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