Las Brujas de Reinaldo Arenas
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· Reinaldo Arenas ·
En Antes que anochezca (Nueva York, 1990) Reinaldo Arenas escribe su autobiografía como una especie de «venganza contra casi todo el género humano». En un capítulo final, habla de todas las mujeres de su vida, todas ellas brujas. Primero las brujas de la infancia (a las que ya describió en Celestino antes del alba, novela de infancia, fantasía y grande algarabía; en un territorio del campo cubano donde creció Arenas en que habita lo imposible – duendes, brujas y primos muertos). Después las brujas del mundo cultural habanero, de la vida de miseria entre prisiones en La Habana Vieja, después en el exilio:
Las brujas han jugado un papel muy importante en mi vida. Primero, las brujas que pudiera considerar pacíficas, espirituales, que reinan en ese mundo de la fantasía; aquellas brujas, a través de la imaginación de mi abuela, poblaron mis noches de infancia con sus misterios y sus horrores y me conminaron más adelante a escribir mi novela Celestino antes del alba. Pero otras brujas, de carne y hueso, también jugaron papeles predominantes en mi vida. Así, por ejemplo, la misma Maruja Iglesias, a la que todo el mundo llamaba la Bruja de la Biblioteca; fue ella quien influyó para que yo pasara a la Biblioteca Nacional y allí conociera a otra bruja, todavía más sabia y encantadora, María Teresa Freyre de Andrade, quien me dio su amparo y una serie de conocimientos también ancestrales; María Teresa pestañeaba como una bruja bien caracterizada en una obra de Shakespeare. Después conocí a Elia del Calvo, bruja también perfecta; tanto, que solamente se rodeaba de gatas; su figura y su personalidad fueron muy importantes en una época de mi vida. Ese tipo de brujas había hecho, hasta cierto punto indirectamente, que yo pudiese más adelante abandonar el país como una no persona, como alguien desconocido. En Miami, encontré también varias brujas que se dedicaban al tráfico de la palabra. Vestían – como las brujas – largos trapos negros, eran flacas y de quijadas prominentes, algunas escribían poemas y, al igual que Elia de Calvo, me obligaban a que yo los leyese. Realmente, el mundo está poblado de brujas; unas más benignas, otras más implacables; pero el reino no sólo de la fantasía, sino el de la realidad evidente pertenece a las brujas.
Al llegar a Nueva York me encontré con una bruja perfecta; aquella señora se pintaba el pelo de violeta, deseaba que su anciano esposo muriera rápidamente y coqueteaba con toda persona que se acercase a su casa; era un coqueteo platónico, ya que seguramente sólo intentaba llenar la inmensa soledad en que vivía en un apartamento del West Side de Manhattan, donde ella se daba a entender en un inglés que no había quién pudiera descifrar. Esta bruja se rodeaba constantemente de homosexuales y por lo tanto me acogió desde que llegué. Su hijo también era homosexual, aunque ella, como bruja, le había obligado a que tuviese una novia y más tarde a que se casase y hasta que tuviese varios hijos. La bruja, llamada Ana Costa, me dijo que tenía que quedarme en esta ciudad. Así, me ayudaba a que cumpliese mi destino; mi destino siempre terrible. Ella misma se las arregló para conseguir un apartamento que estaba desocupado en el mismo centro de Manhattan. «Alquílalo ahora mismo», me dijo. Y de pronto, yo que había llegado solamente por tres días a Nueva York, me vi con un pequeño apartamento en la calle 45 entre la Octava y Novena Avenida, a tres cuadras de Times Square, en el centro más populoso del mundo. Alquilé el apartamento inmediatamente y me encomendé otra vez, como siempre, al poder misterioso, maléfico y sublime de las brujas.
Bruja fue mi tía Orfelina, perfecta en su maldad; con ella viví durante más de quince años bajo el terror y la amenaza de ser denunciado a la policía, pero no puedo negar que ejercía sobre mí una extraña atracción; tal vez la atracción del mal, del peligro. Bruja memorable fue también en mi vida Clara Romero quien, precisamente, transformó a La Habana Vieja en una fábrica de zuecos y renunció a la prostitución con la caída de sus tetas, convirtiéndose en una extraordinaria pintora, a la vez que denunciaba a sus admiradores a la Seguridad del Estado.
Las brujas han conminado mi vida. Aquellas brujas nunca abandonaron la escoba, no porque pudieran volar, sino porque todas sus ansias y todas sus frustraciones y deseos se redimían barriendo y barriendo el corredor de mi casa, los patios, las salas, como si quisiesen barrer de esa forma sus propias vidas.
Así, junto a todas estas brujas se destaca la imagen de la bruja mayor; la bruja noble, la bruja sufrida, la bruja llena de nostalgia y tristeza, la bruja más amada del mundo: mi madre; también con su escoba, barriendo siempre como si lo que importara fuera el valor simbólico de esa acción.
Las brujas, que desde mi infancia me han acompañado, me escoltarán hasta las mismas puertas del Infierno.