La salamandra (castellano)
/TRADUCCIÓN
Texto original en catalán
· Mercè Rodoreda ·
Pasé por debajo del sauce, llegué a donde se extienden los berros y me arrodillé a la orilla del estanque. Las ranas, como siempre, estaban a mi alrededor. Salían cuando llegaba, se acercaban saltando y cuando empezaba a peinarme, las más malas me tocaban la falda roja decorada con cinco trencitas, o me estiraban el bordado de las enaguas llenas de volantes y zurcidos. Y el agua se iba poniendo triste y los árboles que subían hacia lo alto de la colina se volvían negros, muy despacio. Pero aquel día, las ranas se tiraron al agua de un salto y el espejo del estanque se hizo añicos; y cuando el agua volvió a ser lisa vi la cara de él al lado de la mía como si desde el otro lado dos sombras me estuviesen mirando. Y para que no pareciera que estaba asustada, me levanté sin decir nada, me puse a caminar por la hierba con mucha calma y cuando oí que me seguía, miré hacia atrás y me paré. Todo estaba quieto y el cielo ya tenía un extremo manchado de estrellas. Él se había parado un poco lejos y yo no sabía qué hacer, pero de repente me entró miedo y arranqué a correr, y cuando me di cuenta de que me alcanzaba me quedé debajo del sauce, de espaldas al tronco, y él se puso delante de mí con los brazos extendidos hacia los lados para que yo no pudiese huir. Y entonces, mirándome a los ojos, me fue estrujando contra el sauce, y yo, con el pelo deshecho, entre el sauce y él, me mordí los labios para no gritar del mal que tenía en el pecho con todos los huesos como a punto de romperse. Me puso la boca en el cuello y allí donde él la puso sentí una quemadura.
Al día siguiente, cuando vino, los árboles de la colina ya estaban negros pero la hierba todavía estaba tibia de sol. Volvió a abrazarme contra el tronco del sauce y me puso la mano extendida encima de los ojos. Y de repente me pareció que me dormía y que las hojas me decían cosas que tenían sentido pero que yo no comprendía, y que me las iban diciendo cada vez más bajo y más lentamente. Y cuando ya no las oía, con la lengua helada por la angustia, le pregunté: ¿y tu mujer? Y él me dijo: mi mujer eres tú, solo tú. Con la espalda aplastaba aquella hierba que las otras veces, cuando iba a peinarme, apenas osaba pisar, solo un poco para sentir el olor herido. Solo tú. Cuando abrí los ojos, vi la trenza colgando, y ella estaba inclinada mirándonos con los ojos vacíos. Y cuando se dio cuenta de que la había visto me agarró por el pelo y me dijo: bruja. Bajito. Pero me dejó enseguida y le agarró a él por el cuello de la camisa. Au, au, au, le iba diciendo. Y se lo llevó, empujándole.
No volvimos más al estanque. Nos veíamos por los establos, los pajares, el bosque de las raíces. Pero desde el día en que su mujer se lo había llevado, la gente del pueblo me miraba como sin verme y algunos, cuando yo pasaba, se santiguaban un poco de lado. Pasado un tiempo, cuando me veían venir se metían dentro de las casas y cerraban las puertas. Comencé a oír una palabra que me seguía por todos lados, como si la silbase el aire o viniera de la luz y de la oscuridad. Bruja, bruja, bruja. Las puertas se cerraban, yo caminaba por las calles de un pueblo muerto y cuando veía ojos entre los huecos de las cortinas siempre eran ojos helados. Una mañana me costó mucho abrir la puerta de casa ⎯ una puerta de madera vieja, agrietada por el sol ⎯; en medio habían colgado una cabeza de toro con dos ramas frescas clavadas en los ojos… La descolgué, pesaba mucho, y la dejé en el suelo porque no sabía qué hacer con ella, las ramitas se fueron secando y, mientras se secaban, la cabeza se iba pudriendo, y la parte del cuello, en el lado cortado, era un hervidero de gusanos de color leche.
Otro día encontré una paloma sin cabeza y con el pecho rojo de sangre, y otro, una oveja nacida muerta antes de hora y dos orejas de rata. Y cuando dejaron de colgarme bestias muertas en la puerta, comenzaron a tirar piedras. Chocaban de noche contra las ventanas, contra las tejas, gordas como el puño… Después hicieron la procesión. Fue a principios de invierno. Era un día de viento con nubes que corrían, y la procesión iba muy lentamente, toda blanca y morada con flores de papel. Yo la miraba por la mirilla del gato, estirada en el suelo, y cuando ya la tenía casi delante de la puerta, con el viento, la santa y los pendones, el gato, asustado por las antorchas y los cantos, quiso entrar y cuando me vio dio un gran maullido con la espalda alta como la arcada de un puente. La procesión se paró, y el capellán bendecía y bendecía, y los pupilos cantaban, y el viento torcía las llamas de las antorchas, y el sacristán iba de un lado al otro, y todo era un aleteo de hojas blancas y violetas de las flores de papel. Por último, la procesión se fue, y cuando el agua bendita apenas se había secado en la pared, fui a buscarlo y no lo encontré por ninguna parte. Lo busqué por los establos, los pajares, en el bosque de las raíces ⎯ me lo sabía de memoria ⎯; me sentaba siempre encima de la raíz más vieja, que era blanca y pulida como un hueso. Y aquella noche, cuando me senté, me di cuenta de repente que ya no esperaba nada; vivía completamente girada hacia atrás con él dentro de mí como una raíz dentro de la tierra. Al día siguiente escribieron bruja en mi puerta, con un trozo de carbón, y por la noche, debajo de mi ventana, dos hombres dijeron bien alto para que pudiera oírlo que deberían haberme quemado de pequeña, junto a mi madre, que huía por el aire con alas de águila cuando todos dormían. Que deberían haberme quemado cuando todavía no me necesitaban para arrancar ajos y ligar el trigo y la alfalfa y recoger el racimo de las viñas pobres.
Una tarde me pareció que le veía a la entrada del bosque de las raíces, pero cuando me acerqué, huyó y no pude saber si era él o el deseo que yo tenía de él o su sombra que me buscaba perdida entre los árboles, como yo, arriba y abajo. Bruja, decían; y me dejaban con mi mal, que no era el que ellos habrían querido hacerme. Y pensaba en el estanque, y en los berros y en las ramas finas del sauce… El invierno era oscuro y plano sin hojas; solo hielo y escarcha y luna helada. No podía moverme, porque caminar en invierno es caminar delante de todo el mundo y yo no quería que me vieran. Y cuando llegó la primavera, con las primeras hojas pequeñas y alegres, prepararon el fuego en mitad de la plaza, con leña seca, bien cortada.
Me vinieron a buscar cuatro hombres del pueblo; los más viejos. Yo no quería seguirlos, les dije desde dentro, y entonces vinieron otros más jóvenes, con las manos gordas y rojas, y derrumbaron la puerta a hachazos. Y yo gritaba, porque me sacaban de mi casa, y a uno le mordí y me dio un golpe con el puño en medio de la cabeza, y me agarraron por los brazos y por las piernas y me tiraron como una rama más encima de la pila, y me ataron los pies y los brazos y allá me dejaron con la falda descolocada. Giré la cabeza. La plaza estaba llena de gente, los jóvenes delante de los viejos y los niños a un lado con ramitas de olivo en las manos y la bata nueva del domingo. Y, mirando a los niños, le vi a él: estaba al lado de su mujer, que iba vestida de oscuro, con la trenza, y le pasaba el brazo sobre el hombro. Giré la cabeza y cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, dos viejos se acercaron con teas encendidas y los niños se pusieron a cantar la canción de la bruja quemada. Era una canción muy larga y cuando la acabaron los viejos dijeron que no podían encender el fuego, que yo no les dejaba encenderlo, y entonces el capellán se acercó a los niños con un bacín lleno de agua bendita y les hizo mojar las ramitas de olivo, les hizo lanzarlas sobre mí y pronto estuve cubierta de ramitas de olivo, todas con la hoja tierna. Y una vieja menuda, jorobada y desdentada empezó a reírse y se fue y luego volvió con dos cestas llenas de ramas muy secas de brezo y dijo a los viejos que las esparcieran por las cuatro esquinas de la hoguera, y ella les ayudó, y entonces el fuego prendió. Subían cuatro árboles de humo y cuando las llamas treparon me pareció que del pecho de toda aquella gente salía un gran respiro de paz. Las llamas subían persiguiendo el humo y yo lo veía todo detrás de un torrente de agua roja ⎯ y, detrás de aquella agua, cada hombre, cada mujer y cada niño era como une sombra feliz porque yo me quemaba.
El bajo de la falda se me había puesto negro, sentía el fuego en los riñones y, de tanto en tanto, una llama me mordía la rodilla. Me pareció que las cuerdas que me ataban ya estaban quemadas. Y entonces pasó algo que me estremeció: los brazos y las piernas se me encogían como las antenas de un caracol que una vez había tocado con el dedo, y debajo de la cabeza, allí donde el cuello se junta con los hombros, sentía que una cosa se estiraba y me embrujaba. Y el fuego chillaba y la resina bullía… Vi que algunos de los que me estaban mirando alzaban los brazos y que otros corrían y se chocaban con los que todavía estaban parados, y un lado de la hoguera se derrumbó con una gran explosión de chispas, y cuando el fuego volvió a quemar la leña, me pareció que uno decía: es una salamandra. Y me puse a caminar por encima de las brasas, muy lentamente, porque la cola me pesaba.
Tenía la cara tocando el suelo y caminaba con las manos y los pies. Iba hacia el sauce, rozando la pared, pero cuando llegué al canto me incliné un poco y de lejos vi mi casa que parecía una tea encendida. En la calle no había nadie. Me acerqué al banco de piedra, atravesé la casa entre las llamas y las brasas, deprisa, hacia el sauce, hacia los berros, y cuando estuve otra vez fuera, me giré para ver cómo el tejado se quemaba. Mientras estaba mirándolo, cayó la primera gota, una gota de esas gordas y calientes que hacen nacer a los sapos, y enseguida cayeron otras, primero lentamente y después deprisa, y pronto toda el agua de arriba saltó para abajo y el fuego se fue apagando con una gran humareda. Yo estaba quieta y cuando ya no vi nada, porque se había hecho de noche y la noche era negra y espesa, me puse a caminar por el fango y por los charcos, y a las manitas les gustaba hundirse en aquella pasta blanda, pero los pies, detrás, se cansaban de tanto quedarse enganchados. Habría querido correr, pero no podía. Un trueno me dejó parada en medio del camino; después un relámpago y por entre las piedras vi el sauce. Respiraba deprisa y me acerqué al estanque; y después del fango, que está hecho con el polvo de la tierra, encontré la ciénaga, hecha con el polvo del agua, me oculté, medio colgada, entre dos raíces. Y llegaron las tres anguilas pequeñas.
Por la mañana, no sé si del día siguiente u otro día, salí lentamente y vi las montañas altas bajo un cielo manchado de nubes. Corrí por los berros y me paré en el tronco del sauce. Las primeras hojas todavía estaban dentro de los brotes, pero los brotes ya verdecían. No sabía hacia dónde ir; si me distraía, las briznas de hierba me pinchaban los ojos – y entre la hierba me dormí hasta que el sol se puso alto. Cuando me desperté, cacé un mosquito muy pequeño y después busqué gusanos por la hierba. Por último, volví a la ciénaga e hice que dormía porque enseguida vinieron las tres anguilas, retozantes.
La noche en que decidí ir al pueblo había mucha luna. El aire estaba lleno de olor y las hojas ya temblaban en todas las ramas. Fui por el camino de las piedras, con mucho cuidado, porque las cosas más pequeñas me daban miedo. Cuando llegué delante de casa, descansé: solo se veían escombros y ortigas, con arañas tejiendo y tejiendo. Di la vuelta por detrás y me paré delante del huerto. Al lado de las malvarrosas, los girasoles crecían a punto de abrir sus flores redondas. Pasé por la valla de zarzas sin saber nada de por qué lo hacía, como si alguien me fuese diciendo: haz esto, haz aquello; y entré por debajo de la puerta. La ceniza de la chimenea todavía estaba tibia: me tumbé un rato y después de correr un poco por todos lados, me metí debajo de la cama. Tan cansada que me dormí y no vi cómo se hacía de día.
Cuando me desperté había sombras en el suelo, porque ya volvía a ser de noche y su mujer iba arriba y abajo con una vela encendida. Le veía los pies y un trozo de las piernas, delgadas por abajo, infladas más arriba, con medias blancas. Después vi los pies de él, grandes, con calcetines blancos caídos por los tobillos. Y vi quitarse la ropa a los dos, y sentí cómo se sentaban en la cama, y los pies les colgaban, los suyos al lado de los de ella, y un pie de él se fue para arriba y cayó un calcetín, y ella se quitó las medias estirándolas con las dos manos, y después sentí el roce que hacían las sábanas cuando se tapaban. Hablaban bajito, y después de bastante rato, cuando ya me había acostumbrado a la oscuridad, entró la luna por la ventana, una ventana de cuatro vidrios separados por dos listones que se cruzaban, y yo caminé hacia la luz y me coloqué bien debajo de la cruz y empecé a rezar por mí, porque dentro de mí, aunque no estaba muerta, no había nada que estuviese vivo del todo, y rezaba fuerte porque no sabía si todavía era persona o si era solo bicho, o si era mitad persona y mitad bicho, y también rezaba para saber dónde estaba, porque había veces que me parecía que estaba debajo del agua, y cuando estaba debajo del agua me parecía que estaba encima de la tierra y no podía saber nunca dónde estaba realmente. Cuando la luna se fue se despertaron, y yo volví a mi escondite debajo de la cama, y con hebras de paja empecé a hacerme una especie de nido. Y pasé muchas noches entre la paja y la cruz. A veces salía y me iba cerca del sauce. Cuando estaba debajo de la cama, escuchaba. Todo era igual. Solo tú, decía él. Y una noche que la sábana arrastraba por el suelo trepé sábana arriba, agarrada a los pliegues y me metí dentro de la cama, cerca de una pierna de él. Y estuve quieta como un muerto. Se giró un poco y su pierna me aplastaba. No me podía mover. Respiré fuerte porque me ahogaba y le rocé con mi mejilla la pierna, con mucho cuidado de que no se despertara.
Pero una mañana ella hizo limpieza. Vi las medias blancas y la escoba despeinada y, cuando menos lo imaginaba, un trozo de trenza asomó hacia el suelo y la escoba se metió debajo de la cama. Tuve que huir porque parecía que la escoba me buscaba, y de repente oí un chillido y vi los pies de ella que corrían hacia la puerta. Volvió con una tea encendida y embutió medio cuerpo debajo de la cama y me quería quemar los ojos. Y yo, tan pesada, no sabía por dónde huir, iba cegada y me chocaba con todo: con los pies de la cama, con las paredes, con las patas de las sillas… Hasta que, no sé cómo, estuve fuera y fui hacia el charco de agua debajo del abrevadero de los caballos y el agua me cubrió, pero dos chicos me vieron y fueron a buscar cañas y comenzaron a atacarme. Giré la cara hacia ellos, con toda la cabeza fuera del agua, y los miré fijamente, y entonces tiraron las cañas y huyeron, pero volvieron enseguida con seis o siete más mayores y me tiraban piedras y puñados de polvo. Una piedra me tocó una manita y me la rompió, y entre piedras mal tiradas y con mucho espanto pude huir y me metí dentro del establo. Y ella vino a buscarme ahí con la escoba, con los niños que esperaban en el portal y que no paraban de gritar, y me acosaba y me quería hacer salir de mi rincón de paja y yo estaba otra vez cegada y me chocaba con los cubos, con las cestas, con los sacos de algarrobas, con las patas de los caballos, y un caballo se encabritó porque me choqué con una de sus patas y ahí me quedé atrapada. Un escobazo me tocó la manita rota y casi me la arranca, y de un lado de la boca me cayó un hilo de baba negra. Sin embargo, pude huir por un hueco y, mientras me escapaba sentía la escoba busca que busca.
En la negra noche fui al bosque de las raíces. Salí de debajo de unos matojos cuando brillaba la luna creciente. Iba perdida. La manita rota no me hacía daño, pero me colgaba de un nervio y tenía que alzar el brazo para que no se arrastrara demasiado. Caminaba un poco torcida, ahora por encima de una raíz, ahora por encima de una piedra, hasta que llegué a la raíz donde a veces me sentaba antes de que me llevasen a la hoguera de la plaza, y no pude pasar al otro lado porque resbalaba. Y apa, apa, apa, hacia el sauce, hacia los berros y a mi casa de la ciénaga dentro del agua. El viento movía las hierbas y hacía volar trocitos de hoja seca y se llevaba unos hilos cortos y luminosos de las flores del camino. Rocé con un lado de mi cabeza un tronco y, lentamente, fui hacia el estanque donde me metí aguantando el brazo en alto, tan cansado, con la manita rota.
Por entre el agua rayada de luna vi venir a las tres anguilas. Las veía un poco borrosas; se enrollaban las unas con las otras, se ligaban por el centro y se volvían a desligar y hacían nudos que se deshacían, hasta que la más pequeña se me acercó y me mordió la manita rota. Del puño salía una especie de jugo, que allí dentro del agua parecía una especie de humo, y la anguila no dejaba ir la manita y estiraba poco a poco y, mientras estiraba, me miraba. Y cuando le parecía que yo estaba distraída, daba una o dos sacudidas, tan tozuda. Y las otras jugaban a enrollarse como si fuesen una cuerda, y la que me mordía la manita estiró con furia, y el nervio ya debía estar roto, porque se la llevó, y cuando la tuvo me miraba como si quisiese decir: ya la tengo. Cerré los ojos un momento y cuando los volví a abrir la anguila todavía estaba allí, entre la sombra y las rayas de luz que temblaban, con la manita en la boca: un ramito de huesos encajados, cubiertos de un poco de piel negra. Y, no sé por qué, de repente vi el camino de piedras, las arañas de mi casa, las piernas colgando al lado de la cama, blancas y azules, como si los dos estuviesen sentados encima del agua, pero vacías; como una colada tendida, que el ir y venir del agua hacía balancearse. Y yo me veía debajo de la cruz hecha de sombra, encima de un fuego de colores que se alzaba chillando y que no me quemaba. Y mientras veía todas estas cosas las anguilas jugaban con ese trozo de mí y lo dejaban y lo volvían a coger; y la manita iba de una anguila a otra dando vueltas como una hoja pequeña, con todos los dedos separados. Y yo estaba a los dos lados: entre la ciénaga, con las anguilas, y un poco en aquel mundo de no sé dónde. Hasta que las anguilas se cansaron y la sombra chupó la manita… una sombra muerta, que extendía lentamente el polvo del agua, días y días y días, en aquel rincón de fango, entre raíces de hierba y de sauce que tenían sed y bebían allí desde siempre.
De La meva Cristina i altres contes de Mercè Rodoreda. Edicions 62, Barcelona, 1967
Traducción del catalán anónima
Dibujo: Elena Jordana