La pared, de Marlen Haushofer
/LITERATURA
· Elisa O. ·
Tiene esta buena dueña al cabo de la cibdad, allá cerca de las tanerías, en la cuesta del río, una casa apartada, medio cayda, poco compuesta y menos abastada.
(La Celestina)
No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico, define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino. Sólo la mediación ajena puede convertir un individuo en alteridad
(Simone de Beauvoir, El segundo sexo1)
La pared (Die Wand), de Marlen Haushofer, ha sido considerada una «terrible robinsonada feminista» por el periódico El País. «Robinsonada», porque se trata de la historia de una mujer aislada por una pared invisible tras la cual ningún animal (incluidos los humanos) se mueve. La protagonista, de la que no conocemos el nombre, tiene que enfrentarse a una vida desconocida para ella, lo cual la avoca a un trabajo intenso de autoconocimiento y autodescubrimiento al margen de los mandatos de género de su vida anterior. Es eso lo que convierte este libro en una novela feminista.
Como ocurre a menudo, a pesar de que Haushofer obtuvo el Premio Nacional de Literatura austriaco en 1968 (cinco años después de haber publicado este, su libro más famoso), el reconocimiento llegó tras su muerte y de la mano de las reivindicaciones feministas desde el arte y la literatura. Este año, con motivo del centenario de su nacimiento, la editorial Volcano ha publicado La pared con una traducción de Claudia Toda Castán.
El libro nos adentra en la vida de la protagonista a través de un informe que decide escribir. «Hoy, 5 de noviembre, empiezo mi informe. Voy a reseñarlo todo lo mejor que pueda. Aunque ni siquiera sé si hoy es de verdad 5 de noviembre . . . Me he impuesto esta tarea para que me proteja de quedarme mirando el crepúsculo, sintiendo miedo». Y así, entre la inquietud de los primeros días aislada por la repentina aparición de una pared transparente, y la entereza de la autora de dicho texto, vamos conociendo el desarrollo del personaje, un desarrollo interno profundamente enraizado en su nueva situación física: el bosque, la casa, la supervivencia de ella y los animales que la acompañan. La protagonista forma una familia creciente junto con un perro llamado Lince, una gata, y una vaca a la que finalmente bautiza con el nombre de Bella, e inicia un proceso de cambio irrefrenable. La dureza de los trabajos físicos va acompañado con una lucidez solitaria que la hace reflexionar sobre el tiempo, el sentido de la vida, su condición de humana por un lado, y de mujer por otro.
A menudo, la propia reflexión sobre la escritura del informe origina una balsa de tiempo en la que esta mujer se encuentra encallada. La conciencia lineal del tiempo parece surgir de ella, mientras que el resto de la naturaleza establece un tiempo circular y cíclico. Así, la memoria de la protagonista (y su narración) combina diferentes momentos, se ve invadida por esta misma estructura externa. El tiempo lineal se revela como humano:
El 10 de diciembre encuentro un apunte extraño: «El tiempo pasa muy deprisa». No tengo recuerdo de haberlo escrito . . . ¿De verdad en aquel momento el tiempo pasaba muy deprisa? No puedo acordarme y, por ello, no sabría decirlo. Aunque no es cierto. Solo me lo parecía. Creo que el tiempo se mantiene estático y soy yo quien se mueve por él, unas veces despacio y otras, a velocidades vertiginosas. . . . Me siento a la mesa y el tiempo se detiene . . . Me levanto de un salto, salgo, intento escapar de él. Comienzo a hacer algo, las cosas avanzan y me olvido del tiempo. Y entonces, de pronto, me rodea de nuevo. Puedo encontrarme ante la casa observando a las cornejas y ahí está otra vez, incorpóreo e inmóvil, reteniéndonos a la pradera, a las cornejas y a mí. Tendré que acostumbrarme a él, a su impasibilidad y omnisciencia. Se extiende hacia el infinito como una inmensa tela de araña. Hay millones de minúsculos capullos tejidos con sus hilos, un lagarto al sol, una casa en llamas, un soldado moribundo; todo lo muerto y todo lo vivo. El tiempo es grande y siempre hay espacio para nuevos capullos. Una tela gris y despiadada que atrapa cada segundo de mi vida. Quizá me parece tan aterrador porque lo conserva todo y no permite que nada termine. Pero si el tiempo solo existe en mi cabeza y yo soy el último ser humano, entonces mi muerte supondrá su fin. La idea me hace feliz. Quizá está en mis manos asesinar al tiempo. (200-2)
Surge en la protagonista la necesidad de adquirir otros tempos, distintos de los de su vida anterior. Mantiene un reloj, pero son las cornejas las que le indican la hora, y es por los cambios en la naturaleza por los que se guía en su informe:
El mes de febrero del primer año está totalmente vacío en mi diario. Sin embargo, me acuerdo más o menos. Creo que fue más cálido y húmedo que frío. La hierba del claro empezó a verdear desde las raíces, por encima quedaban los tallos amarillos del otoño. Pero no soplaba el foehn, se trataba de un tiempo suave del oeste. En realidad no resultaba extraordinario para febrero. Me alegré de que la caza encontrara por todas partes hojas y hierba, y pudiera recuperarse un poco. También a los pájaros les iba mejor. Se mantenían lejos de la casa, señal de que no me necesitaban. Solo las cornejas permanecieron fieles hasta la primavera. Se quedaban en los abetos esperando los desperdicios . . . No tengo ni idea de dónde tienen sus cuarteles nocturnos. Las cornejas llevan una emocionante doble vida. Con el tiempo les tomé cierto cariño y empezó a extrañarme que en el pasado me disgustaran. Como en la ciudad solo las veía en basureros, siempre me parecieron animales tristes y sucios. Aquí, entre los abetos centelleantes, de pronto eran pájaros distintos y olvidé mi viejo rechazo. Hoy espero su llegada cada día porque me indican la hora. (132)
Esta balsa de tiempo desconocido está profundamente ligada con una nueva forma de estar, de existir. El miedo al fracaso en sus diferentes trabajos (cuidar de la vaca y los gatos, plantar patatas, segar hierba, cortar leña, cazar) va acompañada del cansancio físico, pero también de momentos de serenidad e introspección en los que evalúa su vida anterior, acompañada de gente y en la ciudad, con trabajos totalmente distintos a los que ahora la ocupan, con percepciones de la realidad que ahora resultan superficiales. Como Henry D. Thoreau en Walden, se descubre encontrando la paz fuera de la banalidad de las ciudades:
Ahora voy incluso de casa al establo con el paso sosegado de los habitantes del bosque. El cuerpo está relajado, los ojos tienen tiempo de observar. El que corre no mira. En mi vida anterior, mi camino pasó durante años junto a una plaza donde una anciana daba de comer a las palomas. Siempre me han gustado los animales y aquellas palomas . . . sin embargo, soy incapaz de describirlas . . . y creo que eso dice mucho de mi modo de recorrer la ciudad. Desde que me he vuelto más lenta, el bosque a mi alrededor se ha llenado de vida. No quiero decir que esta sea la única forma de vivir, pero sin duda es la más adecuada para mí. Y cuántas cosas tuvieron que suceder hasta encontrarla. Antes me pasaba los días camino de algún sitio, con grandes prisas y consumida por una impaciencia frenética porque, donde quiera que fuera, me aguardaba una larga espera. . . . A veces me daba perfecta cuenta de mi estado y del estado de nuestro mundo, pero era incapaz de romper con aquella existencia nociva. El tedio que a menudo me asaltaba era el tedio de un buen criador de rosas en un congreso de fabricantes de automóvil. Casi toda la vida me encontré en un congreso así, y hoy me maravilla no haber caído fulminada de puro hastío. (187-89)
Aprende a controlar su impaciencia, pues en el bosque hay que esperar a que los animales crezcan, a que se reproduzcan, a que maduren las frutas salvajes y las propias plantaciones. Hay que esperar a que pasen las tormentas, las heladas, y adaptar la actividad a ese mundo externo que ya no es controlado por la humana. La vemos generando códigos con los otros animales, aunque no siempre conozca sus nombres, y desarrolla conciencia de su papel dentro de un ecosistema grande y complejo en el que, como humana, su poder es limitado:
Me encuentro al margen y haría mejor en no entrometerme. A veces no puedo resistirme y juego un poco a ser la providencia; rescato a un animal de una muerte segura o mato un corzo porque necesito carne. Pero el bosque enseguida anula mis tretas. Otro corzo crece, otro animal corre a su perdición. Mis intromisiones carecen de importancia. Las ortigas junto al establo seguirán proliferando aunque las aniquile cien veces, y me sobrevivirán. Tienen mucho más tiempo que yo. En algún momento faltaré y nadie segará la pradera. Primero se llenará de matojos y después los árboles avanzarán hasta la pared y reconquistarán la tierra robada por el hombre. A veces se me enmarañan las ideas, es como si el bosque echara raíces en mí y utilizara mi cerebro para sus pensamientos ancestrales y eternos. Y el bosque no desea que el hombre regrese. (158)
La protagonista habla con el perro, con la gata, con la vaca; les cuenta historias, les canta y comprende lo que les agrada y lo que no. Se establece una «comunicación silenciosa» de miradas, caricias, juegos, con fragmentos que evidencian el terreno emocional en común con el otro no-humano:
Siempre me gustaron los animales, me inspiraban la simpatía ligera y superficial propia de la gente de ciudad. Como ahora dependía absolutamente de ellos, todo era muy diferente. Al parecer, algunos prisioneros habían domesticado ratas, arañas y moscas y les habían tomado cariño. Me parece comprensible en su situación. Las barreras entre animales y hombres caen con mucha facilidad. Pertenecemos a una única gran familia y, cuando nos sentimos solos y tristes, aceptamos de buen grado la amistad de nuestros parientes lejanos. Sufren igual que yo cuando se les inflige un daño y, como yo, necesitan alimento, calor y un poco de afecto. (199)
Ante la soledad, sin embargo, su postura es bastante clara. Prefiere la compañía no humana, una semi-soledad en la que se siente especialmente cómoda. Más que el guarda de la casa, o que los primos con los que llega allí y que visitan el pueblo cuando aparece la misteriosa pared, la protagonista escribe «Si hoy tuviera que acompañarme otra persona, habría de ser una señora mayor, inteligente y graciosa, con la que pudiera reírme de vez en cuando; echo mucho de menos la risa». La independencia que allí adquiere se convierte en algo demasiado preciado. Reflexiona:
Quién sabe lo que el cautiverio podría haber hecho de aquel hombre modesto. Para empezar, era físicamente más fuerte que yo, y habría dependido de él. Quizás hoy estaría tirado en la cabaña, vagueando mientras me mandaba a trabajar. La posibilidad de quitarse obligaciones de encima debe de resultar muy tentadora para cualquier hombre. Y por qué iba a trabajar un hombre sin críticas a las que temer. No, es mejor que esté sola. (63)
En soledad también se deshace de las presiones del género sobre la mujer, presiones que ya antes identificaba y compartía con sus amigas. Como ya se ha apuntado en el fichero de Haushofer en la editorial Volcano, es evidente la influencia de los postulados de Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949). «Las revistas de Luise contenían auténticos tratados de muchas páginas sobre mascarillas faciales, abrigos de visón y colecciones de porcelana. Algunas mascarillas se preparaban con una mezcla de miel y harina, y siempre me daban mucha hambre» (114). Conforme pasa el tiempo, su aspecto va cambiando, también su noción del cuerpo, que se convierte en una herramienta más que en un objeto que adornar, las pinzas que antes usaba para depilarse se convierten en la herramienta perfecta para quitarse las astillas clavadas al cortar madera:
Hoy, el extraño encanto que desprendía entonces ha desaparecido. Estoy delgada pero musculosa y tengo la cara surcada de finas arrugas. No soy fea ni tampoco atractiva, parezco más un árbol que una persona; un tronco marrón y correoso que necesita todas sus fuerzas para sobrevivir. Cuando hoy pienso en la mujer que una vez fui, la mujer de ligera papada que tanto se esforzaba por parecer más joven, siento poca simpatía por ella. Sin embargo, no quiero juzgarla con demasiada dureza. Nunca tuvo la posibilidad de planear su vida conscientemente. (76-77)
Se corta el pelo y siente que ha perdido algo, pero también sabe que su aspecto ya no importa: «Mis animales se guiaban por mi olor, por mi voz y por ciertos movimientos. Podía renunciar tranquilamente a él [el aspecto], ya no servía para nada». Anida en ella una humildad que reconsidera su posición dentro de su limitado mundo. «No hay nada honorable en nacer y morir», dice, «les pasa a todas las criaturas, y en realidad no significa nada». En ese escenario, junto a sus compañeras, reconoce el «ancestral delirio de grandeza, profundamente enraizado», que empuja a los seres humanos a intentar darle sentido a su vida:
Compadezco a los animales y compadezco a los hombres, arrojados a esta vida sin que nadie les pregunte. Quizá los humanos merecen más compasión porque poseen raciocinio suficiente para resistirse al curso natural de las cosas. Eso los volvió maliciosos y desesperados, poco dignos de ser amados. Y habría sido imposible vivir de otra manera. No hay emoción más sensata que el amor. Hace más soportable la vida del amante y del amado. Pero claro, tendríamos que haber reconocido a tiempo que esa era la única posibilidad, la única esperanza de una vida mejor. Para un incontable ejército de muertos, esa única posibilidad está ya perdida para siempre. No puedo dejar de pensarlo. No comprendo por qué elegimos el camino errado; sólo sé que ahora ya es tarde. (200-2)
El amor es el único resquicio que le queda al ser humano para salvarse, pero la pared hace que ya sea demasiado tarde. Sin saber si se trata de un experimento científico, una conspiración bélica en la Guerra Fría, una invasión extraterrestre o un fenómeno natural desconocido hasta ahora, la protagonista se reconoce ahora bajo un destino distinto, propio y único.
NOTAS:
1. Traducción de Alicia Martorell Linares para Cátedra (2017). Aprovechamos aquí para denunciar que, una vez más, el trabajo de la traductora no aparece reconocido en portada (ni en el catálogo de su web), sino en el interior del libro.