Jean Genet | Las carolinas

/TRADUCCIÓN

· Diario del ladrón (1947) ·

(Traducción de Marta Jordana)

J’ai voulu qu’ils aient droit aux honneurs du Nom.

(He querido que tuvieran derecho a los honores del Nombre)

Jean Genet (París, 1910 – Paris, 1986) escribe desde la cárcel de Fresnes su novela autobiográfica Journal du voleur (Diario del ladrón), en que rescata su época de marginalidad y criminalidad por Europa (entre 1932 y 1940). Junto con otros textos, esto le vale la defensa del escritor Jean Cocteau (y otros intelectuales) frente al tribunal y el presidente de Francia, quien le concede el indulto por sus delitos de robo en 1948. Desde entonces Genet se establece como escritor profesional, y reescribe y relee sus textos sobre su época de soledad y migración por Europa (Barcelona, Anvers, Viena…). Su interés en sus novelas es el de ennoblecer, rescatar y liberarse a sí mismo, y también a los personajes marginales (putas, proxenetas, travestis, traficantes, criminales, oficiales de la Gestapo) que le acompañaron en estas épocas. Crea entonces una dialéctica de la inversión (o negación), y de la abyección, para invertir los valores colectivos (entre «vuestro mundo» y el mundo marginal); que tiene la mala suerte de ser analizada hasta la médula, intelectual y teológicamente por Jean Paul Sartre en las 642 páginas Saint Genet comédien et martyr (1952). 

En Diario del ladrón, Genet describe el Raval (entonces Barrio Chino) de los años 30, rindiendo un especial homenaje a las Carolinas y demás travestis de La Criolla. Traducimos aquí dos pasajes de Genet sobre la cabalgata que organizaron las Carolinas para rendir homenaje a uno de los urinarios barceloneses (abatido por los rebeldes anarquistas), donde se prostituían.


Ellas, que una de ellas llama las Carolinas, sobre el lugar de una vespasiana destruida se encontraron en procesión. Los rebeldes, durante los disturbios de 1933, habían arrancado una de las tazas más sucias, pero de las más queridas. Estaba cerca del puerto y del cuartel, y fue la orina caliente de miles de soldados la que le había corroído la chapa. Cuando su muerte definitiva fue constatada, en mantones, en mantillas, en vestidos de seda, en chaquetas ajustadas, las Carolinas – no todas, sino las elegidas para la delegación solemne – se acercaron a su emplazamiento para ponerle un ramo de rosas rojas atada con una cinta de goma. La comitiva salió del Paralelo, atravesó la calle San Pablo, bajó las Ramblas de Las Flores hasta la estatua de Colón. Las locas eran posiblemente una treintena, a las ocho de la mañana, a la salida del sol. Las vi pasar. Las acompañé de lejos. Sabía que mi lugar estaba entre ellas, no por ser una de ellas, sino porque sus voces agrias, sus gritos, sus gestos indignados, me parecía que solo buscaban desgarrar la capa de desprecio de este mundo. Las Carolinas eran grandes. Eran las Hijas de la Vergüenza. 

Cuando llegaron al puerto, giraron a la derecha, hacia el cuartel, y sobre la chapa oxidada y hedionda del meadero abatido, sobre el montón de hierros muertos, pusieron las flores.  

Yo no pertenecía al cortejo. Pertenecía a la multitud irónica e indulgente que se divierte. Pedro reconocía con desenvoltura sus cejas falsas, como las Carolinas sus locas ideas. 

[…]

Bajo una gasa descubro la palidez translúcida de un hombro desnudo: es la pureza de la mañana, cuando las Carolinas de Barcelona, en procesión, iban a adornar con flores el urinario. La ciudad se despertaba. Los obreros iban al trabajo. Delante de cada puerta, a la acera, se tiraban cubos de agua. Cubiertas de ridículo, las Carolinas estaban a salvo. Ninguna risa podía herirlas, la desvergüenza de sus adornos hacía visible su desposeimiento, su liberación. El sol se olvidaba de esta guirnalda que emitía su propia luminosidad. Todas estaban muertas. Lo que veíamos pasar por la calle eran Sombras arrancadas del mundo. Las Locas son un pueblo pálido y abigarrado que vegeta en la consciencia de los valientes. Nunca tendrán derecho al día pleno, al sol verdadero. Sin embargo, apartadas en estos limbos, ellas provocan los más curiosos desastres anunciadores de bellezas nuevas. Una de ellas, la Gran Teresa, esperaba a los clientes en las tazas. Al anochecer, en uno de los urinarios circulares cerca del puerto, se llevaba una silla plegable, se sentaba y hacía su tejido, su ganchillo. A veces paraba para comerse un sándwich. Estaba en su casa. 

Otra, la Señorita Dora – Dora exclamaba con voz aguda: 

– ¡Qué malas son… los hombres! 

De este grito que recuerdo nace una breve pero profunda meditación sobre la desesperación que fue también la mía. Escapado – ¡y cuánto tiempo ya! – de la abyección, quiero volver. ¡Que al menos mi estancia en vuestro mundo me permita hacer un libro para las Carolinas! 

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