Fortunata y Jacinta
(fragmento)
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· Benito Pérez Galdós ·
PARTE SEGUNDA, CAPÍTULO 6: LAS MICAELAS POR DENTRO
Desde que la Superiora las dejó solas, la otra rompió a patinar y a hablar al mismo tiempo. Parándose después ante Fortunata, le dijo: «Porque nosotras nos conocemos, ¿eh? A mí me llaman Mauricia la Dura. ¿No te acuerdas de haberme visto en casa de la Paca?».
«¡Ah… sí!…» indicó Fortunata, y cargando sobre el pie derecho, tiró para otro lado frotando el suelo con amazónica fuerza.
Mauricia la Dura representaba treinta años o poco más, y su rostro era conocido de todo el que entendiese algo de iconografía histórica, pues era el mismo, exactamente el mismo de Napoleón Bonaparte antes de ser Primer Cónsul. Aquella mujer singularísima, bella y varonil tenía el pelo corto y lo llevaba siempre mal peinado y peor sujeto. Cuando se agitaba mucho trabajando, las melenas se le soltaban, llegándole hasta los hombros, y entonces la semejanza con el precoz caudillo de Italia y Egipto era perfecta. No inspiraba simpatías Mauricia a todos los que la veían; pero el que la viera una vez, no la olvidaba y sentía deseos de volverla a mirar. Porque ejercían indecible fascinación sobre el observador aquellas cejas rectas y prominentes, los ojos grandes y febriles, escondidos como en acecho bajo la concavidad frontal, la pupila inquieta y ávida, mucho hueso en los pómulos, poca carne en las mejillas, la quijada robusta, la nariz romana, la boca acentuada terminando en flexiones enérgicas, y la expresión, en fin, soñadora y melancólica. Pero en cuanto Mauricia hablaba, adiós ilusión. Su voz era bronca, más de hombre que de mujer, y su lenguaje vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con alternativas misteriosas de depravación y de afabilidad.
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Mauricia tenía días. Las monjas la consideraban lunática, porque si las más de las veces la sometían fácilmente a la obediencia, haciéndola trabajar, entrábale de golpe como una locura y rompía a decir y hacer los mayores desatinos. La primera vez que esto pasó, las religiosas se alarmaron; mas domada la furia sin que fuese preciso apelar a la fuerza, cuando se repetían los accesos de indisciplina y procacidad no les daban gran importancia. Era un espectáculo imponente y aun divertido el que de tiempo en tiempo, comúnmente cada quince o veinte días, daba Mauricia a todo el personal del convento. La primera vez que lo presenció Fortunata, sintió verdadero terror.
Iniciábasele aquel trastorno a Mauricia como se inician las enfermedades, con síntomas leves, pero infalibles, los cuales se van acentuando y recorren después todo el proceso morboso. El periodo prodrómico solía ser una cuestión con cualquier recogida por el chocolate del desayuno, o por si al salir le tropezaron y la otra lo hizo con mala intención. Las madres intervenían, y Mauricia callaba al fin, quedándose durante dos o tres horas taciturna, rebelde al trato, haciéndolo todo al revés de como se le mandaba. Su diligencia pasmosa trocábase en dejadez; y como las madres la reprendieran, no les respondía nada cara a cara; pero en cuanto volvían la espalda, dejaba oír gruñidos, masticando entre ellos palabras soeces. A este periodo seguía por lo común una travesura ruidosa y carnavalesca, hecha de improviso para provocar la risa de algunas Filomenas y la indignación de las señoras. Mauricia aprovechaba el silencio de la sala de labores para lanzar en medio de ella un gato con una chocolatera amarrada a la cola, o hacer cualquier otro disparate más propio de chiquillos que de mujeres formales. Sor Antonia, que era la bondad misma, mirábala con toda la severidad que cabía en su carácter angelical, y Mauricia le devolvía la mirada con insolente dureza, diciendo: «Si no he sido yio… amos, si no he sido yio… ¿Para qué me mira usted tantooo?… ¿Es que me quiere retrataaar…?».
Aquel día, Sor Antonia llamó a la Superiora, que era una vizcaína muy templada. Esta dijo al entrar: «¿Ya está otra vez suelto el enemigo?…». Y decretó que fuese encerrada en el cuarto que servía de prisión cuando alguna recogida se insubordinaba. Aquí fue el estallar la fiereza de aquella maldita mujer. «¡Encerrarme a mí!… ¿De veee… ras? No me lo diga usted… prenda».
-Mauricia -dijo con varonil entereza la monja, soltando una expresión de su tierra-, déjese usted de chínchirri-máncharras, y obedezca. Ya sabe usted que no nos asusta con sus botaratadas. Aquí no tenemos miedo a ninguna tarasca. Por compasión y caridad no la echamos a la calle, ya lo sabe usted… Vamos, hija, pocas palabras y a hacer lo que se le manda.
A Mauricia le temblaba la quijada, y sus ojos tomaban esa opacidad siniestra de los ojos de los gatos cuando van a atacar. Las recogidas la miraban con miedo, y algunas monjas rodearon a la Superiora para hacerla respetar.
«Vaya con lo que sale ahora la tía chiflada… ¡Encerrarme a mí! A donde voy es a mi casa, ¡hala…!, a mi casa, de donde me sacaron engañada estas indecentonas, sí señor, engañada, porque yo era honrada como un sol, y aquí no nos enseñan más que peines y peinetas… ¡Ja ja ja!… Vaya con las señoras virtuosas y santifiquísimas. ¡Ja ja ja!…».
Estos monosílabos guturales los emitía con todo el grueso de su gruesísima voz, y con tal acento de sarcasmo infame y de grosería, que habrían sacado de quicio a personas de menos paciencia y flema que Sor Natividad y sus compañeras. Estaban tan hechas a ser tratadas de aquel modo y habían domado fieras tan espantables, que ya las injurias no les hacían efecto. «Vamos -dijo la Superiora frunciendo el ceño-; callando, y baje usted al patio».
-Pues me gusta la santidad de estas traviatonas de iglesia… ¡Ja ja ja!… -gritó la infame puesta en jarras y mirando en redondo a todo el concurso de recogidas-. Se encierran aquí para retozar a sus anchas con los curánganos de babero… ¡Ja ja ja!… ¡qué peines!… y con los que no son de babero.
Muchas recogidas se tapaban los oídos. Otras, suspensa la mano sobre el bastidor, miraban a las monjas y se pasmaban de su serenidad. En aquel instante apareció en la sala una figura extraña. Era Sor Marcela, una monja vieja, coja y casi enana, la más desdichada estampa de mujer que puede imaginarse. Su cara, que parecía de cartón, era morena, dura, chata, de tipo mongólico, los ojos expresivos y afables como los de algunas bestias de la raza cuadrumana. Su cuerpo no tenía forma de mujer, y al andar parecía desbaratarse y hundirse del lado izquierdo, imprimiendo en el suelo un golpe seco que no se sabía si era de pie de palo o del propio muñón del hueso roto. Su fealdad solo era igualada por la impavidez y el desdén compasivo con que miró a Mauricia.
Sor Marcela traía en la mano derecha una gran llave, y apuntando con ella al esternón de la delincuente, hizo un castañeteo de lengua y no dijo más que esto: «Andando».
Quitose la fiera con rápido movimiento su toca, sacudió las melenas y salió al corredor, echando por aquella boca insolencias terribles. La coja volvió a indicarle el camino, y Mauricia, moviendo los brazos como aspas de molino de viento, se puso a gritar:
«¡Peines y peinetas!… ¿Pues no me quieren deshonrar y encerrarme como si yo fuera una criminala? ¡Tunantas!… cuando si yo quisiera, de tres bofetadas las tumbaba a todas patas arriba…».
A pesar de estas fierezas, la coja la llevaba por delante con la misma calma con que se conduce a un perro que ladra mucho, pero que se sabe no ha de morder. A mitad de la escalera se volvió la harpía, y mirando con inflamados ojos a las monjas que en el corredor quedaban, les decía en un grito estridente: «¡Ladronas, más que ladronas!… ¡Grandísimas púas!…».
Dicho esto, la coja le ponía suavemente la mano en la espalda, empujándola hacia adelante. En el patio tuvo que cogerla por un brazo, porque quería subir de nuevo.
«Si no te hacen caso, estúpida -le dijo-, si no eres tú la que hablas sino el demonio que te anda dentro de la boca. Cállate ya por amor de Dios y no marees más».
-El demonio eres tú -replicó la fiera, que parecía ya, por lo muy exaltada, irresponsable de los disparates que decía-. Facha, mamarracho, esperpento…
-Echa, echa más veneno -murmuraba Sor Marcela con tranquilidad, abriendo la puerta de la prisión-. Así te pasará más pronto el arrechucho. Vaya, adentro, y mañana como un guante. A la noche te traeré de comer. Paciencia, hija…
Mauricia ladró un poco más; pero con tanto furor de palabras no hacía resistencia verdadera, de modo que aquella pobre vieja inválida la manejaba como a un niño. Bastó que esta la cogiese por un brazo y la metiera dentro del encierro, para que la prisión se efectuase sin ningún inconveniente, después de tanta bulla. Sor Marcela echó la llave dando dos vueltas, y la guardó en su bolsillo. Su rostro, tan parecido a una máscara japonesa, continuaba imperturbable. Cuando atravesaba el patio en dirección a la escalera, oyó el ja ja ja de Mauricia, que estaba asomada por uno de los dos tragaluces con barras de hierro que la puerta tenía en su parte superior. La monja no se detuvo a oír las injurias que la fiera le decía.
«¡Eh!… coja… galápago, vuelve acá y verás qué morrazo te doy… ¡Qué facha!, cañamón, pata y media…».
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Los lazos de afecto que unían a Fortunata con Mauricia eran muy extraños, porque a la primera le inspiraba terror su amiga cuando estaba en el ataque; enojábanla sus audacias, y sin embargo, algún poder diabólico debía de tener la Dura para conquistar corazones, pues la otra simpatizaba con ella más que con las demás y gustaba extraordinariamente de su conversación íntima. Cautivábale sin duda su franqueza y aquella prontitud de su entendimiento para encontrar razones que explicaran todas las cosas. La fisonomía de Mauricia, su expresión de tristeza y gravedad, aquella palidez hermosa, aquel mirar profundo y acechador la fascinaban, y de esto procedía que la tuviese por autoridad en cuestiones de amores y en la definición de la moral rarísima que ambas profesaban. Un día las pusieron a lavar en la huerta. Estaban en traje de mecánica, sin tocas, sintiendo con gusto el picor del sol y el fresco del aire sobre sus cuellos robustos. Fortunata hizo a su amiga algunas confidencias acerca de su próxima salida y de la persona con quien iba a casarse.
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Fortunata bajó un lío de ropa, y recogiendo las botas, se lo dio todo a Mauricia, es decir, se lo puso delante. La espantosa escena descrita había impresionado desagradablemente a la joven, que sintió profunda compasión de su amiga. Si las monjas se lo hubieran permitido, quizás ella habría aplacado a la bestia.
«Toma tu ropa, tus botas -le dijo en voz baja y en tono apacible-. Pero, hija, ¡cómo te has puesto!… ¿No conoces ya que has estado trastornada?».
-Quítate de ahí, pendoncillo… quítate o te…
-Dejarla, dejarla -dijo la Superiora-. No decirle una palabra más. A la calle, y hemos concluido.
Con gran dificultad se levantó Mauricia del suelo y recogió su ropa. Al ponerse en pie pareció recobrar parte de su furor.
«Que se te queda este lío».
-Las botas, las botas.
La tarasca lo recogió todo. Ya salía sin decir nada, cuando Guillermina la miró severamente.
«¡Pero qué mujer esta! Ni siquiera sabe salir con decencia».
Iba descalza, cogidas las botas por los tirantes.
-Póngase usted las botas -le gritó la Superiora.
-No me da la gana. Abur… ¡Son todas unas judías pasteleras…!
-Paciencia, hija, paciencia… necesitamos mucha paciencia -dijo Sor Natividad a sus compañeras, tapándose los oídos.
Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento. Pero la otra estaba ciega y sorda; no se enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo.
Salió triunfante, echando a una parte y otra miradas de altivez y desprecio. Cuando vio la calle, sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo y gritó: «¡Ay, mi querida calle de mi alma!». Extendió y cerró los brazos, cual si en ellos quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró después con fuerza, parose mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale al redondel. Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo. Era cosa de ver aquella mujerona descalza, desgarrada, melenuda, despidiendo de sus ojos fiereza, con un lío bajo el brazo y las botas colgando de una mano. Las pocas personas que por allí pasaban, miráronla con asombro. Al llegar junto a los almacenes de la Villa, pasó junto a varios chicos, barrenderos, que estaban sentados en sus carretillas con las escobas en la mano. Tuviéronla ellos por persona de poco más o menos y se echaron a reír delante de su cara napoleónica.
«Vaya, que buena curda te llevas, ¡oleeé!…».
Y ella se les puso delante en actitud arrogantísima, alzó el brazo que tenía libre y les dijo:
«¡Apóstoles del error!».
Prorrumpiendo al mismo tiempo en estúpida risa, pasó de largo. A los barrenderos les hizo aquello mucha gracia, y poniéndose en marcha con las carretillas por delante y las escobas sobre ellas, siguieron detrás de Mauricia, como una escolta de burlesca artillería, haciendo un ruido de mil demonios y disparándole bala rasa de groserías e injurias.
(Extraído de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes)