El coro

· José Lezama Lima ·

          Los que nos oían – le contestó Fronesis –, estaban ansiosos de ser simples masas corales, no participar en el ascenso del número en el canto. Eso es uno de los signos de lo cuantitativo en nuestra época, su comodidad para convertirse en coro, aunque halle o no los grandes acentos trágicos. Son la vergonzante respuesta de sometimiento al destino, o mejor de ausencia total para enfrentarse con el fatum. Serían incapaces de salir a enterrar a su hermano en contra de la prohibición que les dictan las propias leyes de su destino trágico. Como hay la poesía en estado puro, hay también el coro en estado puro en los tiempos que corren, que tiene la obligación impuesta de no rebelarse, de no participar, de no enterrar a su hermano muerto. Creen que nos halagaban con sus aplausos y nos entristecían. Nosotros les ofrecíamos una elemental entrada de la cuerda, que ellos deberían de haber sido los encargados de convertir en un desarrollo sinfónico. Aplaudir y reírse es su función de circo. El misterio del coro ha cesado, como un jabalí acorralado ha terminado por ser atravesado por una lanza de plomo. El coro que discutía, que murmuraba, cuya voz se alzaba a los grandes lamentos, defendiendo y protegiendo a su héroe, languidece en su función de aplaudir. A su vista, los perros devorarán a su hermano muerto, y aplaudirán la caída de toda decisión prometeica, de arrancarle el egoísmo de su maldición a los dioses o a los hombres. Todos se quedarían en su palacio de vergüenza, al lado de Ismene, repitiendo sus palabras a Antígona: “¿Y qué, oh desdichada, si las cosas están así, podré remediar yo, tanto si desobedezco como si acato las órdenes?”. 

Fragmento de Paradiso de José Lezama Lima. México, Era, 1968, p. 253.

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