El arte imposible en cuarentena

· Marcos Sproston ·

          Que el coronavirus ha transformado nuestra manera de vivir de un día para otro es algo tan obvio que resulta ridículo de resaltar. Nunca antes algo había cambiado en tan poco tiempo la vida cotidiana de toda la población mundial. Nos hemos visto obligados, por salud y por responsabilidad cívica, a permanecer en nuestras casas durante semanas, y sin previsión certera de hasta cuándo.

          Ante esta situación muchos hemos encontrado en la cultura un refugio para hacernos más llevaderos estos días de encierro. Hemos decidido ponernos al día con la pila de libros pendientes, disfrutar de joyas cinematográficas o incluso a algunos nos ha incentivado nuestra faceta creativa y nos hemos puesto a escribir, pintar o componer. Gracias a las, ya no tan nuevas, tecnologías hoy podemos de una manera fácil y hasta gratuita leer y apreciar todo tipo de cosas, incluso una visita guiada online por el museo del Prado. Pero hay un tipo de arte que en esta pandemia queda excluido: el teatro.

          Como vivimos días de reflexión, casi forzosa, uno de los debates que ha aparecido en la profesión es el de la “ventaja” del teatro en streaming. Debate que por supuesto no es nuevo, pero que ahora al no poder ver teatro de otra manera adquiere un peso distinto. Muchas entidades públicas y compañías han publicado gratuitamente vídeos de sus obras y se ha argumentado sobre la utilidad de integrar el streaming de manera permanente en el mundo de la escena. Bien sea para experimentar con las nuevas formas de consumo, superar así su limitación primitiva, poder acceder a nuevos públicos, universalizar, etc. 

          Yo no soy un teórico, ni siquiera un profesional con una larga experiencia; me considero tan solo un aprendiz, pariente de la escena desde niño, que desarrolla su carrera en este mundillo de rebote, pasando por casi todas las disciplinas, procurando aprender de los que saben más e intentando contestar, en la medida de lo posible, a sus propias preguntas. Por eso este texto no es más que una reflexión propia sobre la naturaleza misma de lo teatral con la excusa de lo online.

          Al principio de esta cuarentena el director Pablo Messiez escribía en instagram: “Lo escénico está prohibido. Se puede en cambio escribir. Y hacer vídeos. Y mirar vídeos. Pero teatro no. No puede haber teatro. Porque no hay teatro si no estamos juntos”. Yo me confieso de la cuerda de Messiez; es decir soy de los que cree que el teatro online pierde sentido. Pero no por puritanismo, tecnofobia o estrechez de miras. Creo que es así porque es contradictorio con la esencia misma del teatro.

          Primero, el teatro, igual que alguno de sus hermanos como el cine o la música, es un arte que se fundamenta vinculado al tiempo. Pero a diferencia de las demás éste se materializa en el devenir del tiempo presente. Una obra de teatro es algo vivo y efímero, tiene interés mientras sucede. El saber que podemos pausarla, tirarla para atrás y que los actores no están en este mismo momento interpretándola, le resta valor. Salvando las enormes distancias, el teatro tiene un componente de acontecimiento que lo hace similar a otros eventos como (me la juego) un partido de fútbol: tiene importancia durante los noventa minutos en los que se juega, luego ese valor desaparece o al menos se reduce considerablemente. 

          Alguien podría contestar a esto: “pues que hagan obras de teatro online cuya retransmisión sólo pueda ser en directo”. Para mí seguiría siendo insuficiente porque nos faltaría todavía uno de los elementos básicos del teatro.  Aunque tendríamos el presente, nos faltaría la presencia.

          Estos días vivimos el boom mundial de las videollamadas. Compensamos así la imposibilidad de ver a nuestros amigos y seres queridos. Pero me imagino que no debo ser el único que, si bien puedo estar hablando con un colega durante horas en un salón o en un bar, incluso de tonterías, al poco rato una videollamada se me hace cansina, incluso cargante. ¿Por qué? Me da la sensación de que sucede lo mismo que con el teatro en streaming. Primero, por las limitaciones técnicas; segundo, porque simplemente ese acto no está pensado para ser así. 

          Los que nos dedicamos a esto sufrimos en nuestras propias retinas lo ingrato que es un vídeo de una representación. Nuestras interpretaciones nos resultan desmedidas, sobreactuadas; los efectos se quedan como apagados o demasiado pomposos. Sea como sea queda raro y queda mal. Esto, más allá de las limitaciones técnicas de las grabaciones, se debe a algo muy básico pero que a veces se olvida, y es que estamos en otro medio. Lo que desde una butaca podía emocionar, en la pantalla del ordenador nos queda plano. Sencillamente porque la obra fue concebida para la mirada de un público y no para la de una cámara.

          Precisamente ahí reside otra razón por la que para mí el teatro grabado siempre será una copia desgastada, una versión (o perversión). Gracias a ese presente y a la mirada del público el teatro se convierte en un arte variable. Un cuadro, una novela o una película, una vez acabadas y publicadas ya son obras intocables, inamovibles. El teatro tiene una singularidad que lo hace único: cada representación es diferente. En nuestro oficio hay siempre un factor hermosamente incontrolable. Los que nos dedicamos a esto sabemos que una misma obra, que se haya representado en dos funciones de manera idéntica, técnicamente hablando, puede generar en los espectadores reacciones totalmente distintas. Y no hablo de que guste o no guste. En un mismo momento donde anoche los espectadores rieron a carcajadas, hoy notas como aguantan la respiración en un silencio tenso. Porque los teatreros también hemos desarrollado un oído que nos permite diferenciar los tipos de silencios de un patio de butacas. Sin la necesidad de que nadie suspire, cuchichee o tosa se puede apreciar cuando el público está totalmente catártico, o concentrado o por el contrario está deseando que aquello acabe de una vez. Esta comunión con el público de alguna manera mágica y misteriosa condiciona y retroalimenta la representación.

          Y en todo eso, al menos para mí, reside la magia del teatro: en su condición cambiante, colectiva y perecedera y por tanto terriblemente humana. Algo que se nos niega en el mundo de lo virtual, de acceso fácil y desde cualquier lugar del mundo.

          Nunca una obra grabada nos podrá emocionar, hacer reír, reflexionar o tocar el alma de la misma manera que lo haría si estuviéramos conviviendo durante una hora en un espacio con los intérpretes y el resto del público. El teatro en YouTube sólo tendrá para mí un sentido de documento o de sustituto; por motivos pedagógicos (si eres un profesional o estudiante) o por ver una producción que terminó y a la que sabes con total seguridad que ya no podrás asistir. 

          Yo mismo en estos días he visto funciones de teatro desde el ordenador. Concretamente me encantó una función del National Theatre One man, two guvnors. Una versión de El sirviente de dos amos de Goldoni ambientada en la Inglaterra de los sesenta. La producción era brillante y la obra divertidísima. Pero mientras la disfrutaba era consciente de todo lo que digo, de todo lo que me estaba perdiendo en realidad.

          Repasando su historia hasta el presente el teatro nos ha demostrado que para que haya teatralidad no es imprescindible el desarrollo de una historia, una trama convencional (aparecen así unos vagabundos, por ejemplo, en un páramo donde solo hay un árbol muerto esperando absurdamente a un tal Godot). Tampoco se necesita la presencia de decorados ni de personajes como tal, lo postdramático ya rompió con eso.  Ni siquiera es preciso un teatro. Se puede disfrutar de espectáculos en la calle, en los llamados espacios no convencionales, antiguas fábricas abandonadas o comedores de casas. Incluso en ocasiones no se requiere ni de la palabra, si bien yo soy de los que opinan que el teatro es uno de los mejores lugares para la santificación de la misma.

          ¿Dónde reside pues la teatralidad? Creo que el primer párrafo de El espacio vacío, el libro canónico de Peter Brook, hace un muy buen resumen: “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral”.

          Si vamos a la esencia, lo único que precisa la teatralidad es un número de gente mirando y un intérprete, alguien que sale a un espacio. Luego ya vendrá todo lo demás. Es por eso que para mí los vídeos de obras de teatro no son otra cosa que sucedáneos de sí mismas. Porque nos falta la reunión, el encuentro, compartir un instante y un espacio. El teatro grabado nos transmite como mucho el sesenta por ciento de su mensaje. Nos quedamos con la información básica, la trama, la posición, la idea de la puesta en escena, la estética. Pero ese porcentaje que nos falta es precisamente la singularidad de la experiencia teatral. La presencia física, el saber que aunque haya un pacto de ficción y una distancia se está viviendo algo, en común, aquí y ahora. 

          El teatro es el único rito civil que le queda a nuestra civilización (la frase no es mía, por supuesto, es del filósofo Norbert Elias). En estos días de aislamiento nos damos cuenta de que aunque las tecnologías son buenas herramientas para mantener nuestros lazos humanos no son sustitutos plenamente eficaces del encuentro real. Es significativo que en este momento en el cual no podemos reunirnos, ni tocarnos no podamos hacer o ver teatro.

          En estos tiempos virtuales se nos hace muy necesario cultivar lo orgánico, lo directo, sin “intermediarios”. Algo que se encuentra en el teatro y que nos conecta de manera profunda con nuestra condición humana. Cuando todo pase, y se levante su prohibición ahí estará ese antiguo rito humano,  y quizá volvamos a él conscientes de todo esto que nos ha faltado.

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