El amante de los volcanes

·Álvaro Guillén ·

Susan Sontag comienza El amante de los volcanes con un prólogo que hace las veces de declaración de intenciones: una narradora sin nombre duda de si entrar o no a un mercadillo de segunda mano; se pregunta para qué, si merece acaso la pena; y se responde a sí misma “para ver lo que queda, lo descartado, lo que ya nadie quiere”, para encontrar algo que llame su atención y quizás merezca la pena rescatar, algo que en algún momento alguien apreció y amó, y que ahora yace abandonado a la espera de que lo devuelvan de nuevo a la vida o de hundirse definitivamente en el olvido.

No es descabellado pensar que este mercadillo en donde la narradora finalmente se decide a entrar no es otra cosa que la historia, y la novela que sigue el resultado de sus pesquisas entre lo descartado; perdidos en la historia hay innumerables personajes que han sido olvidados. El olvido, como todo en esta vida, se despliega de maneras diversas; su forma más común es la más obvia, la que implica la desaparición total de la memoria: un nombre borrado que ya nunca nadie podrá leer. Otra forma de olvido menos obvia y quizá paradójica es la que sufre quien se convierte en leyenda, de manera que solo quedan para la posteridad sus hazañas o sus abyecciones. Es esta una forma de olvido por caricaturización en la que el personaje suplanta a la persona, que queda sofocada bajo el peso de capas y capas de sedimentos acumulados con el paso de los años y los siglos.

Este segundo tipo de olvido es el que sin duda sufren los protagonistas de lo que Sontag subtitula como “Un romance histórico”. Para la mayoría de ellos su propio nombre pesa sobre ellos como una losa, y por tanto conviene librarse de ese peso muerto si se quiere contar su vida. Quizás por eso los personajes son siempre mencionados por sus motes o epítetos, como si fuesen cartas de una baraja de tarot: sir William Hamilton es «el Cavaliere»; Emma Haart/Hamilton es «la esposa del Cavaliere»; Goethe es «el poeta», etc. Solo algunos personajes secundarios son mencionados con su nombre y apellidos, como es el caso de Elena de Fonseca Pimentel, quizás porque en su caso Sontag considera que recuperar el nombre es una manera de restaurar a alguien que ha sufrido el primer tipo de olvido. Retirar el nombre o insistir en él: dos formas opuestas de luchar contra el rodillo de la historia.

Sontag, como esteta que era, consideraba que lo importante en literatura no era el contenido, sino la forma y la intención que a éste se le imponía. Con esta novela parece pretender demostrar que en manos distintas una misma sucesión de eventos puede resultar en obras radicalmente distintas. Baste comparar El amante de los volcanes con otra versión de la misma historia: That Hamilton Woman!, una película estrenada en 1941. Esta versión le ofrece al espectador un romance glamuroso protagonizado por dos leyendas del cine, Vivien Leigh y Laurence Olivier en el papel de Emma Hamilton y Horatio Nelson. De esta película se dice que fue la favorita de Winston Churchill, lo cual no es de extrañar cuando se tiene en cuenta su tono abiertamente propagandístico y patriótico. Oficialmente un drama histórico, pero en realidad pura propaganda de guerra, la película se rodó con el objetivo de levantarle los ánimos a la nación en un momento en el que Gran Bretaña se veía aislada y la invasión nazi del archipiélago parecía casi segura. Se trata, en consecuencia, de una obra poco sutil en la que se idealiza a los amantes en el contexto de la resistencia británica al imperialismo napoleónico y que no duda en hacer guiños descarados a la situación contemporánea: “Napoleón no podrá ser el amo del mundo hasta que nos haya aplastado, y créanme, caballeros, que pretende serlo. Es imposible firmar la paz con dictadores. Hay que destruirlos, ¡borrarlos de la faz de la tierra!”.

Sontag sabe aprovechar en su novela la dicotomía entre pasiones privadas y crisis pública, pero huye de todo sentimentalismo y desplaza el centro de gravedad de la historia de los dos amantes al legendario cornudo, el Cavaliere. La novela se divide en dos grandes partes, seguidas de otras dos de menos extensión que sirven de coda y que enfatizan la moraleja que la autora pretende transmitir. La primera parte de la novela es la más densa: la narradora se detiene en la descripción y retrato del protagonista, de su carácter y sus intereses (en otra persona se hablaría de pasiones, pero el Cavaliere es demasiado frío como para poder otorgarles esa categoría), que son principalmente dos: el coleccionismo de antigüedades y el estudio de su amada montaña, el Vesubio. No sería una exageración afirmar que a través del Cavaliere quiere Sontag representar el espíritu de toda una época, la Ilustración: es su ansia de coleccionista el mismo deseo de ordenar y sistematizar que movió, por ejemplo, a los impulsores de la enciclopedia. Su casa, un “museo de sus entusiasmos”, está atestada de piezas que ha adquirido y acumulado durante su estancia en Nápoles, y que regularmente se lleva a Reino Unido para vendérselas a coleccionistas y museos. Fue la Ilustración no solo una época de ciencia y optimismo, sino también de expolio colonialista disimulado bajo el disfraz de la preservación y el estudio. El Cavaliere quisiera quedarse todas y cada una de las piezas que le arrebata al polvo napolitano, pero tiene un problema: el coleccionismo es una afición rentable, pero también costosa, y él no es rico en términos aristocráticos, es decir, no tiene rentas de las que vivir. Este pequeño problema  lo solventa con otra adquisición: una esposa, o, más bien, la fortuna que ésta podría aportarle. Así entra Catherine en su vida y en su colección. Se trata de una mujer enfermiza y delicada, una mujer piadosa y de educación exquisita que lo amará como un perro ama a su dueño, pese a la gelidez de su marido y lo que ella percibe como una peligrosa tendencia al paganismo. Él la ignorará durante toda su vida, complaciéndose en ella como quien se complace ante un jarrón. Como afirma la narradora, “el coleccionismo es una ocupación viril”. Un deseo de posesión y orden que empieza en los objetos y termina por extenderse a las personas.

La colección del Cavaliere no consiste exclusivamente en cuadros y vasijas; también reúne numerosas muestras obtenidas en sus excursiones a las laderas del coloso. Además de connoiseur y esteta, el embajador es también un hombre de ciencia. Con sus investigaciones volcánicas contribuye a la expansión del conocimiento y a la emancipación de la humanidad. Sin embargo, su relación con el Vesubio es más compleja que la del mero vulcanólogo: lo suyo es fascinación y obsesión; quizás sienta la atracción del abismo y lo sublime, de lo que tiene el poder de destruirse incluso a sí mismo. El volcán es un símbolo dual: como montaña que es, aspira a los cielos, y su cuerpo, que visto desde la ciudad forma un triángulo perfecto, es el epítome de la geometría, ciencia de la proporción y el orden. Bajo la montaña, en cambio, se extiende una red de cavernas oscuras que nadie puede explorar, un foso de fuego y caos en el que se agita un magma que siempre termina por ascender a la superficie. El volcán es como un humano, que aúna en su seno el impulso ordenador de la razón y la irracionalidad explosiva del animal. La razón dispone y reprime, pero nada puede anularse eternamente: todo sistema con aspiraciones de totalidad termina por explotar. Toda luz proyecta una sombra, y no hay Ilustración a la que no siga un Romanticismo.

Con la muerte de Catherine concluye la primera parte del libro. Comienza así un segundo capítulo, y no sería descabellado afirmar que la sucesión de cambios que se dan en la vida del Cavaliere con la llegada de Emma constituye una auténtica revolución en la vida del ya avejentado embajador. La muchacha que le envía su sobrino a Nápoles para quitársela él de encima no podría ser más diferente de su primera esposa; la que pronto se convierte en la nueva Lady Hamilton no es solo una mujer hermosísima, es también tremendamente inteligente, apasionada, dulce. El amante de los volcanes parece saber reconocer uno cuando lo tiene delante, y no puede resistirse a la tentación de asomarse al abismo. El Cavaliere cae rendido a sus pies, la ama con locura a pesar de su vulgaridad, sus orígenes humildes y un pasado cuestionable. Todo esto es, de hecho, un acicate para su interés, ya que le permitirá ejercer de Pigmalión emancipador. El Cavaliere la eleva, transforma a una vulgar exprostituta en una dama capaz de codearse con la realeza y la aristocracia. Pero la emancipación es, como el coleccionismo, otra afición masculina. Él no la educa para que sea libre, sino para que sea como él la ha soñado, aprovechando que Emma siempre se muestra dispuesta a complacer y a “mejorarse a sí misma”. No obstante, siempre queda en ella algo que ni siquiera la educación más exquisita puede domar, un poso de vulgaridad bajo una superficie exquisita. ¿Es ella vulgar? ¿O simplemente tiene ansia de vivir?  Para su marido y el círculo social en el que éste se mueve ambas cosas son la misma; la civilización consiste en la represión de determinadas formas de expresión y sentimiento que no deben aflorar jamás o, como mínimo, hacerlo sublimadas en forma de arte. De ahí el triunfo de las llamadas “actitudes” de Emma, consistentes en una performance en la que Emma expresa a través de su cara y gestos las emociones de grandes mujeres de la mitología griega.

La esposa del Cavaliere es como un volcán que parece diezmado, pero que en realidad solo está adormecido, a la espera de algo que lo haga estallar. La llegada del héroe será ese algo. Tras un prolongado periodo de adoración soterrada, comienza el escandaloso affaire, más escandaloso aún en cuanto que condonado por el marido, que consiente un ménage à trois. Esta pequeña revolución sexual, limitada al ámbito de lo privado, Sontag la enmarca en la revolución que sacude al al Reino de Nápoles y en la brutal represión con la que responde la monarquía borbónica apoyándose en Nelson. Sontag cambia aquí al héroe patriótico que lucha contra la tiranía de That Hamilton Woman! por un personaje que actúa sin más motivo que el de permanecer el máximo tiempo posible junto a su amada y que participa sin remordimiento en una carnicería organizada por un gobierno despótico. El alzamiento, pilotado por la aristocracia e inspirado por los valores de la revolución francesa, parece un muestrario de los riesgos que entraña pretender ayudar a un pueblo que ni se conoce ni se entiende.

El estallido de la revuelta, entre cuyos líderes se encuentra una mujer, Eleonora de Fonseca Pimentel, obliga al rey y a su corte a exiliarse a Palermo. Pese a este comienzo esperanzador la revolución sucumbe: demasiado idealismo, demasiados escrúpulos. Toda revolución que se pretenda exitosa debe estar dispuesta a emplear la fuerza, y estos revolucionarios no entienden que ese pueblo al que quieren elevar (de nuevo la emancipación paternalista de la Ilustración) no quiere nada de ellos, salvo saquear sus casas y descuartizar sus cuerpos, como de hecho acaba haciendo espoleado por los servicios secretos de la monarquía.  El pueblo ama a su rey, que no le dedica ni un segundo de su pensamiento y solo le da migajas de vez en cuando para mantenerlo contento. La aristocracia con sus aires de progreso y civilización le resulta ajena a los napolitanos, que aman a un rey al que perciben como uno de los suyos, y a quien no culpan de su miseria. Al igual que las explosiones del volcán, la revolución nace con una conflagración de gran virulencia que muere entre cenizas. El mismo destino corre Emma, que tras la muerte del Cavaliere y de Nelson queda abandonada y pasa el resto de sus días sumida en la pobreza y olvidada por todos.  

La novela concluye con una serie de monólogos en los que una serie de personajes desgranan su vida. Divididos en dos partes (la primera para el Cavaliere, la segunda para Catherine, Emma,  su madre, y, finalmente, Eleonora de Fonseca) sirven de comentario final y recapitulación, y constituyen un verdadero viaje moral que va desde esteticismo sin compromiso del Cavaliere a la seriedad mortal de Eleonora, hasta entonces un personaje secundario y que de repente se sitúa bajo el foco para condenar, uno por uno, a los protagonistas. Su monólogo nos obliga a ver bajo una luz negativa a unos personajes por los que el lector (y, qué duda cabe, la narradora) no puede evitar sentir un cariño genuino; y, sin embargo, cuando Eleonora maldice al Cavaliere por no haber sido más que un diletante incapaz de crear nada nuevo ni de ayudar a nadie, y a Emma por su ensimismamiento y su carencia de convicciones, sentimos que sus críticas tienen fundamento, y que la vida de todos ellos ha resultado estéril. En su emocionante alegato final Eleonora reivindica su revolución y se reivindica a sí misma: todo acabó en lágrimas, pero mejor haberlo intentado y haber fracasado que no haberlo intentado nunca. Sontag, que se definió una vez a sí misma como una “apreciadora”, como una Cavaliere, invita a su lector a ser algo más, y enfatiza la importancia de un esteticismo guiado por una brújula moral. No puede haber arte sin ética.

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