Cómo se aprende a volar

/NARRATIVA

· Jorge G. Vázquez ·

Apuntes filosóficos

A muchísimos humanos nos sigue fascinando la fantasía de poder volar. Cualquiera diría que, con cientos de aviones en el cielo, un tráfico aéreo sistémico y regularizado, la experiencia del vuelo está completamente integrada en nuestro día a día y, sin embargo, creo que pocas fantasías de vuelo se enmarcan en una cabina. Lo hemos justificado de miles de maneras en nuestra ficción, desde alas de cera a maravillas mecánicas a propulsión, pero queda claro que lo que realmente nos gustaría es volar por voluntad, capacidad y mérito propio. Habiendo llegado a este punto, mi cabeza caprichosa se cuestiona, más allá de lo probable y posible que sea, cómo se aprende a volar. Y yo, bueno, me dispongo a darme lo más parecido que pueda a una respuesta.

Este tipo de pregunta, en sí misma, es una soberana estupidez, pero me gusta sacar algo de aprendizaje de donde no se debería obtener nada (pues así es la aplicación más práctica e intuitiva de la epistemología que he hecho en general). Sean mis intentos fútiles o no a tu juicio, me temo que yo lo voy a seguir intentando. Y es que la capacidad de volar tiene mucho que ver con intentar, caer y fallar (no necesariamente en ese orden), pese a que poco se puede generalizar, por lo que he podido leer aquí y allá de cómo aprenden los pájaros y aves a volar o, al menos, aquellos que pueden hacer uso de sus alas para ello. Resulta que no solo la localización de tu nido, la naturaleza de tu entorno o tus propios ensayos inconscientes afecta en tu manera de aprender; también lo hace tu relación con tus padres (o progenitores), tus necesidades y tus ganas.

Empecemos, por ejemplo, con el caso de pájaros más inmediatos: aquellos de los que hemos oído hablar en poemas, que están presentes en títulos de películas, cuadros, canciones e historias; de aquellos cuyo graznido o canturreo seas capaz de reconocer (aunque a mí me es imposible). Ruiseñores, codornices, gorriones, jilgueros, palomas… la lista es interminable. Es normal que este tipo de pájaros tengan un ciclo familiar parecido entre sí: se crea un nido, se ponen los huevos, se cuida de los huevos, los polluelos eclosionan de su cáscara, gritan y comen durante un par de meses con la comida que se les trae, crecen lo suficiente, comienzan a volar y migran si así debe ser o encuentran otros de su especie con los que aparearse.

Estos polluelos, ya desde bien jovencitos, han estado flexionando sus alas arriba y abajo, dándoles algo de bagaje casi como un recién nacido estira y dobla sus extremidades para una llamada de atención o para una exploración corporal primordial. En cualquier caso, imitan lo que hacen los pájaros grandes, cada semana que pasa seguramente mejor, cada vez más conscientes de sus alas y de su capacidad de extensión y flexión. El día del vuelo llega, sin celebración. Aquí pueden pasar varias cosas: que se tiren, que lo tiren o que se caigan. Y, aparentemente, es muy normal que un pájaro joven caiga desde el nido y se quede en el suelo. Si no te entrometes, lo más común es que sobreviva por sus propios medios: seguirá intentando volar, o bien no pueda continuar y su destino sea mucho más predecible e inmediato, o hasta que consiga combinar la caída libre con planear con sus alas bien extendidas; más tarde podrá proceder al aleteo en situaciones de pérdida de altitud y a técnicas más complejas.

Hay pájaros cuyos nidos están muy cerca del suelo (o sobre el mismo) y esto facilita su supervivencia si se caen (quizá con un alto riesgo añadido de que te dé caza un depredador hambriento), pero hay otro, como es el caso de los frailecillos, que es mucho más extremo, ya que es normal que sus nidos se encuentren en acantilados. Un joven frailecillo no practica su vuelo o su técnica; lo apuesta todo a su naturaleza voladora. Normalmente se lanzará al vacío de noche, lejos de sus progenitores a los cuales es muy probable que no vuelva a ver jamás. Me gusta imaginarme que, hembra o macho, ensaya la extensión y flexión de sus alas mientras mira hacia un horizonte vagamente iluminado, con una marea alta en un aura de precaria tranquilidad donde todo posiblemente salga mal. Va sacando su pata izquierda y derecha y sigue hacia delante moviendo sus pequeñas alas hasta que el suelo debajo se ha acabado. Y entonces ocurre lo que tenga que ocurrir: o ha caído al agua o ha volado. Hay posibilidades de que sobreviva aun habiendo tenido problemas para iniciar o mantener el vuelo, pero ha seguido adelante, en su éxito o desgracia, a lo que equivalga cada una de esas palabras en esta metáfora.

Cuando empecé a escribir este artículo, pensé, iluso de mí, que ya sabía la respuesta: que aprender a volar es una experiencia traumática para las aves, tal y como sería para nosotros. Sin embargo, me doy cuenta de lo equivocado que estaba, no porque sea todo lo contrario, sino más bien porque no es posible que tenga ni remota idea de cómo sea aprender a volar. Puedo creer poder imaginarlo, pero ahí está mi límite. Otra cosa que me fascina de esta metáfora es su exclusiva dualidad en nuestro imaginario: o bien se compara a un bebé aprendiendo a andar o bien al proceso de emancipación. No sé muy bien si se considera traumático aprender a andar, solo sé que la emancipación para muchas personas lo es. Y con razón. Pero si hay algo que esta pequeña digresión sobre cómo se aprende a volar me ha podido enseñar es que uno no puede aprender a cómo separarse o a cómo ser autónomo. No se puede preparar al cuerpo y a la mente para la separación o la autosuficiencia. Puedes ser más comprensivo contigo mismo o con la situación, pero no hay un “cómo aprender a volar”. Hay un intento, continuo que, en un momento de tu vida, quizá se consigue automatizar e integrar en tu manera de interactuar con el mundo exterior. Si puedes, y quieres, quizás puedas facilitar las caídas de otras personas que te preocupen, pero el proceso es suyo, y lo llevarán a cabo cuando no estés mirando o no puedas actuar.

Siempre me ha fascinado que asociemos al vuelo la libertad, ya que me pregunto si los pájaros (u otras criaturas de carácter mitológico realmente) lo entenderían al revés: como una carga de su naturaleza cuya confrontación es ineludible. Puede que el vuelo, como es la emancipación, no implique libertad, sino más bien las cadenas de tu condición. Pero a veces el ejercicio de libertad es más exhaustivo cuando tiene que ver con tu individuo de la manera más extrema, cuando tienes que enfrentarte a ti, a tus condiciones, a tu preparación; a que quizá nunca aprendas cómo se aprende a volar y que eso sea suficiente, porque esté en ti demostrarte poder hacerlo, más allá de cómo saber hacerlo.

 

Compartir:

Deja una respuesta