Cómo nos gusta un mito. Griego, griego antiguo, de preferencia.
/ENSAYO
· Federico Calle Jordá ·
Los mitos griegos tienen mejor higiene que los mitos nórdicos, que suelen oler a queso y a cerveza y a veces tienen nombres de código de operación militar nazi. Además, los que los profesaban suelen ser de aspecto medieval, es decir hirsuto y rural – logran incluso hacer rural a su mar gris, que termina oliendo a arenque. En cambio en los mitos griegos la brisa del mar es hierbas aromáticas y el color del mar es vino. Fuera del aliciente de asustar monjes ingleses, los vikingos suelen ser desdentados y pasar un frío hereje. En un mito griego la dieta cretense es equilibrada, siempre hay un cielo azul y límpido, purpúreo en cada crepúsculo, y a menos que uno vaya a espicharle un ojo al hijo del dios del mar, los piélagos son lisos, navegables, veraniegos. Parecen islas griegas…
En los mitos griegos nunca hay demasiada gente, hasta en el catálogo de naves de la Ilíada Homero hace zooms que personalizan a cada barco, haciéndolos sinécdoque de un puñado de héroes. Las batallas griegas no son hordas en desmadres populacheros, sino decorados y figurantes para duelos singulares de semidesnudos jóvenes de carne marmórea y bronceada. En cambio los mitos hindúes suelen ser muchedumbres demasiadas: demasiados brazos, demasiadas caras, demasiados avatares de unos y otros. Se parecen a lo que sabemos de sus ciudades: interesantes, místicas, pero cuánta pobreza, qué gentío, qué indigestión. Además el sánscrito es bonito de tatuaje, pero los nombres son muy largos y salen caros, fuera del “ohm” trilítero y rentable. En cambio tatuarse un psi o un phi según se esté en primer año de facultad de letras, filosofía, o psicología, qué belleza, qué profundidad… Fuera de Kipling y El libro de la selva, lo hindú huele a incienso, y se parece a Bollywood. Está bien un rato. Da para Woodstock y para irse a redescubrir en el ashram después del divorcio, o de haber trabajado diez años en finanza. Yoga, meditación y comida vegana. Pero eso ya es espiritualidad, no mito. ¿O no? Ponerle a un hijo Krishna es una excentricidad New Age y casi linda en lo cutre. Ponerle a un hijo Ulises es elegante, urbano, una culta y sobria alternativa a los nombres cristianos, demasiado connotados por siglos de opresión. Pasa algo relativamente similar con los mitos chinos, China es lejos y es vasta y se ha prestado menos a nuestra mitofagia (palabra griega inventada). Fuera del Ying y el Yang, de Ang Lee, de Mulán o de algunas fábulas que los maestros dicen en las películas de Kung Fu, no sabemos mucho de China. Se nos mezcla todo con artes marciales y con feng shui. No sabemos bien si el dragón es mito, si es horóscopo, si es religión, si es cultura, o si es gastronomía. Los caracteres chinos también sirven de tatuaje en nuestra piel y la porcelana de decoración en las casas de nuestras abuelas. Pero de ahí a que nos gusten esos mitos como nos gustan los griegos hay mucho trecho.
Los mitos egipcios tienen esa gran ventaja de ser sumamente arqueológicos, gracias a la civilizada intercesión de Bonaparte, de Champollión, del Louvre, relevados por el british empire y el british museum y sus arqueólogos con shorts kaki. Hacen parte de nuestro imaginario. A los egipcios les quedan de lo más lindos los dibujos esos, pero lo más hermoso que tienen es que los momifica una capa hermética de silencio. De hecho, si de verdad tendiésemos el oído a los mitos egipcios, seguro oiríamos detrás del hierático jeroglífico callado a Thot graznar. Menos mal que no suena ese misterio. Sin embargo uno no puede ir a ver ese Egipto fuera de algunas horas, uno no se puede quedar a dormir en las tumbas de la ciudad de los reyes, ni oír realmente a la esfinge de ellos. Hay que devolverse al crucero de muerte en el Nilo, o apagar el documental. En cambio a la esfinge griega sí le oímos la adivinanza, y se la logramos responder porque nos sabemos el mito. Y también uno puede fácilmente aprender el alfabeto griego, y muchas palabras griegas todavía las entendemos: uno puede hasta oír a Safo recitada en YouTube y reconocer palabras, y leyendo a Heráclito en Wikipedia uno puede ver rápido que en la frase que empieza por “ποταμοῖς τοῖς αὐτοῖς” están la letra pi, la letra T (igualita), la letra alfa que es a, la letra mu que es eme y la letra o y reconocer el potamos de los hipopótamos. Si hasta parece que se nos parece. No hacen falta diez años de estudios para cantar Agapimú. Cómo ayuda que los griegos hablen todo el tiempo en etimología…
Los mitos mesopotámicos (palabra griega) o del medio oriente (idea helénica) también son arqueológicos y callados, pasa que no ha habido tantas películas al respecto. Los conocemos menos y nos gustan menos. Lo cuneiforme no es tan fácilmente decorativo y siempre queda la sospecha de que esa escritura es probablemente contabilidad administrativa. Sus pirámides no se ven tanto porque los zigurats son de ladrillo, es decir de barro. De hecho, el problema es un poco el barro. Ciudades de barro, escritura en tabletas de barro, ríos de barro y gente trabajando con los pies en el barro. Y demasiado calor. Tienen además el inconveniente de que por encima de todos esos mitos ahora hay árabes. Los árabes y CNN en español cubriendo los eventos de los árabes impiden nuestro consumo mítico – los egipcios ya nombrados tienen ese problema también, pero el decisivo apoyo de occidente a Abdelfattah al-Sissi va permitiendo la vuelta de los turistas. En cambio, gracias al heroísmo de Byron, a la primera guerra mundial, al euro y a los low costs, ya no hay mahometanos que nos impidan la fruición de Grecia. Lo único que nos separa de las ruinas de mármol donde viven los mitos griegos que tanto anhelamos es la fealdad de la Atenas moderna y algunas horas de barco si tenemos insulares gustos.
Hablando de mitos de medio-oriente, es curioso que sepamos sin duda alguna de qué habla el mito de Orfeo, pero que de David no sepamos sino que mató a Goliat. A la tradición judía y a la biblia nos los volvió ilegibles el cristianismo. Salomón, David, Jacob, Sansón, ya no son superhéroes para nuestra sensibilidad. Huelen a primera lectura en misa, a sermón de cura. Para nosotros nunca han sido cultura, nunca han sido mito, siempre han sido religión. Comprarle al joven Ulises, hijo de unos amigos progres, un libro de mitos griegos es azuzarle el gusto por la lectura; comprarle un libro de cuentos de la biblia es proselitismo insoluble en medios de las WEIRDS (western educated industrialized democratic societies). Un joven que lea a Hesíodo en público es culto, si habla de eso tal vez sea un poco un pesado. Máximo se le pide a Carlos Daniel que se calle un rato. Un joven que lea la Biblia en público se está metiendo a evangélico, y si habla de eso es un testigo de Jehová. No se lo invita a las fiestas. Nos cuesta una difícil gimnasia mental pensar que podríamos tener una relación análoga con esos textos y tradiciones, que a fin de cuentas están a igual distancia de nosotros los unos y los otros. Recuerdo que cuando era pequeño las señoras cultas de Caracas hacían cursos jungianos para tratar de identificar en sus personalidades a Atenea, a Artemisa o a Perséfone. Cuando se hace eso identificándose a Sarah, a Rebecca, a Marta o a María, no se llama más “curso”, sino “rezar el rosario y leer Biblia”, y ya no lo hacen las mamás cultas sino las tías mojigatas. No nos cuesta demasiado aceptar una validez universal del complejo de Edipo. ¿Podríamos llamar a la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia el hermano menor complejo de Esaú? Pienso yo que no. El renacimiento es cuando hay más de Venus que de María, y salimos de los dark ages de la edad media para entrar en la luz del saber – se nos olvida en ese atajo que todos los Marcilos Ficinos de este mundo eran además de helenistas radicalmente creyentes y completamente brujos[1]. Un relato o una superstición vagamente religiosa griega antigua son cultura. Un relato o una superstición igualmente religiosa, igual de antigua, pero judía, son obscurantismo. Los mitos griegos son tan nuestros y nos gustan tanto que hasta estamos dispuestos a perdonarle a los griegos de hoy que sean cristianos, porque el cristianismo ortodoxo, por ser griego, debe ser más de verdad, más folklórico, más profundo, más antiguo, menos viciado, más de monjes que cantan con voz grave que de curas pedófilos que obligan a confesar e impiden que la gente fornique con condón. Algo de Hércules y de Apolo deben tener los íconos, algo de bueno han de tener para que los griegos pasaran del Olimpo al Atos.
Fuera de chistes y de comparaciones, pasa que uno, occidental culto, siempre ve todo lo griego antiguo así como lo veía Heidegger: íntimo, natural, solar, ontológicamente cierto. Lo griego es él origen que nosotros queremos para nosotros. En nuestro espontáneo acercamiento culto confundimos con grandísima velocidad lo griego antiguo con algo muy similar al estado de naturaleza, ahistórico, transparente y esencial, como un mito griego. El idioma griego antiguo siempre es él parangón de la verdad. Una palabra griega, definida, redefinida, re-redefinida, siempre nos parecerá permitir más adecuación entre el discurso y lo descrito –definición aristotélica de la verdad. Heráclito, y Homero no pueden ser para nosotros vástagos de una cultura muy alejada antropológicamente de la nuestra, no los podemos considerar tan exóticos como el Avesta o las Leyes de Manu. Tienen de antemano una validez profunda, necesaria, nuestra. Nos vemos, nos reconocemos en lo griego con una inmediatez sospechosa. Harían falta muchas más páginas –que ya existen, en particular de Vernant– para demostrar lo alejados que estaban de nuestras concepciones, y lo raros que nos debiesen parecer. Harían falta otras muchas – que ya existen, que son todas las de la historia del occidente católico– para demostrar que cada modernidad occidental sucesiva (y ya vamos como por la decimonovena) ha intentado reconocerse en los griegos antiguos, que le han servido de espejo más que de cualquier otra cosa. Por decirlo de otro modo, los mitos de los griegos se nos parecen porque no hacemos sino buscarles nuestros rasgos, y encontrarlos, añadiéndole capas a sedimentos de reconocimientos que nos preceden. Por decirlo griego-antiguamente, tenemos narcisismo congénito a la hora de ir a leer mitos griegos.
En este sentido, el mito de Orfeo no puede para nosotros sino confirmar con absoluta solidaridad las coordenadas antropológicas que le damos a la creación poética, no puede sino venir a subrayar las condiciones de producción y de consumo de poesía que le damos de antemano.
Nos gusta Orfeo porque tenemos la certeza metafísica y triste de que las palabras y las cosas son discontinuas entre ellas. Que el verbo “cortar” no corta y que la palabra “piedra” no es dura, y que cuando hablamos o escribimos las cosas ni nos leen ni nos oyen. Nuestra imaginación se reconforta imaginando a un poeta que cantando conmueve las cosas, porque nuestro pensamiento dual no puede sino tautológicamente afirmar lo que Agamben ha llamado la “fractura de la presencia”[2], la disyunción estructurante entre el significado (conveniente y míticamente confundido con el referente, es decir, la cosa) y el significante, que nos empeñamos en no concebir sino como marca de ausencia de lo nombrado. Orfeo es un mito que nos conmueve el confort: sirve para cristalizar todo lo metafísico, todo lo teológico que seguimos pensando, es el sueño de saltar por encima de la discontinuidad, y de reafirmarla. Orfeo haciendo llorar pájaros, ríos y peñascos es una parábola de nuestro pensamiento del lenguaje, obstinado en no pensar sino substantivos, incapaz de formular otra manera de pensarse más allá de la nominación y su fracaso– que no puede ser sino la ausencia de la cosa. Si Orfeo es la poesía, concebida como signo de la presencia, que no puede sino tender hacia ella y fracasar al momento de apresarla, Eurídice es la presencia, y no podemos sino matarla o vivir exiliados de ella en un despecho perpetuo. Eso tiene la ventaja de hacernos sentir trágicos, bonitos, como los despechos. Nótese que nadie nunca se identifica sino con Orfeo: nunca o rara vez queremos ser Eurídice, nunca somos las sirenas, nunca somos los pajaritos ni las piedras, sobre todo nunca somos las bacanales incultas y burguesas que lo despedazan al final del cuento por ser un pesado. Además, Orfeo remite también a los mitos órficos, los secretos de Eleusine, lo cual hace que nuestra miseria versificadora ya no es un producto previsto y previsible por un régimen histórico, sino que podemos jugar al beatnik y pensar que haciéndolo estamos jugando a ser borrachos y drogados sin la menor amenaza de mediocridad, y resulta que todo eso es cósmico, que estamos conectándonos con un ahora profundo y mítico que es un antes y un después soñados, puesto que estamos a la vez en la caverna pintando los bisontes y en un monte griego violando ninfas, y en el domingo de la vida y el sentido que es la poesía en su lectura fenomenológica y heideggeriana – una locurita, un postureo satisfecho de haber leído mal a Nietzsche, a Bataille y a Blanchot, que a fin de cuentas no hace sino reafirmar el orden mítico y dual del que es el carnaval. Una manera de sacralizar el poema, de sacralizar la presencia, y de satisfacerse en su melancolía poetizando con las coordenadas de la poesía ya hecha, como quien repite liturgias, prendiendo velitas.
Cito mis fuentes para terminar, y para señalar otra manera posible de volver a pensar a Orfeo. Henri Meschonnic en un manifiesto escribe: «Orfeo ha sido uno de los nombres de lo desconocido. Un error grosero y común es creerlo anclado en el pasado. Cuando lo que él designa es al contrario lo que no deja de continuar en cada uno de nosotros […]a cada vez, a cada voz, Orfeo cambia y vuelve a empezar”[3]. Tal vez lo interesante del mito de Orfeo es que Orfeo no deja nunca de hacer, nunca se queda quieto. Tal vez más que un mantenimiento cómodo de la ausencia de las cosas, un nuevo Orfeo pudiese ser una manera de pensar que no existimos sino diciendo, que nos inventamos diciéndonos, y que más que una relación fallida entre un nombre y lo real que se le escapa, somos la tensión que se hace haciéndose. Más que un apólogo de nuestras tristezas supersticiosas, Orfeo podría entonces ser, como en el episodio de las sirenas, el que impone cantos no oídos por encima de los cantos que inmovilizan. Como en el de Eurídice, Orfeo podría ser un alegato por no devolverse a contemplar bellezas fijas, porque la celebración paraliza y mata. Orfeo tiene hormigueo, no para de ir de un sitio al otro, diciendo que si es la poesía es porque es el movimiento. Podría servir también para decir que ni los poemas ni nosotros “decimos” cosas para informarnos de las cosas, esperando reconocerlas, sino que nos hacen, y los hacemos haciéndonos. Tal vez así podríamos escapar a la fatalidad que ha hecho que desde unos mil años cada generación plasma su mal gusto en un Orfeo que se parece más a los clichés decorativos contemporáneos que a la supuesta imagen del mito, inasible.
[1] Véase al respecto la deslumbrante obra de Frances A. Yates.
[2] G. Agamben, « Œdipe et le Sphinx », en Stanze, trad. fr. Y. Hersant, 1992, Rivages, p. 229.
[3] Henri Meschonnic, « Manifeste pour un parti du rythme », traduzco yo, 1999, disponible aquí : http://www.berlol.net/mescho2.htm