Cogollito volcánico en Romanticismo, de Manuel Longares
· Elisa O. ·
Dice George Bataille en el texto que vertebra el número 1 de esta revista, que «Los obreros comunistas son para los burgueses feos y sucios, como las partes sexuales y velludas o partes bajas: tarde o temprano causarán una erupción escandalosa en la que las cabezas asexuadas y nobles de los burgueses serán cortadas». Es precisamente esa tensión la que encontramos en esta novela de 2001.
Tanto había oído hablar José Luis Arce de la salud del Caudillo en la tertulia de Balmoral que no tomó en serio su enfermedad definitiva. Por eso, cuando supo que le operaban de urgencia en un quirófano de campaña no acudió a sublevar los cuarteles, como Javo Chicheri, ni imitó a Fela del Monte que ante la consternación del apoderado Chaves, del cajero Irurzun y de otros ejecutivos del banco en el que tenía la cuenta, retiró el capital y las joyas y los escondió en la carbonera de su casa donde el padre Altuna dijo misa durante la guerra civil.
—No me robarán los rogelios —gritaba Fela en el salón taurino del Wellington.
Así nos introduce Longares en las historias del «cogollito», habitado por gentes de nombres extraños. A los mencionados se unen Lalo Pipaón, Tomín Peñalosa, Pía Matesanz y su hija Virucha Arce (protagonistas), Caty Labaig, Sisita Notario, Moncha Gabarrón. El «cogollito», ese conjunto de calles que conforman el barrio de Salamanca, queda expuesto a un futuro aterradoramente incierto en noviembre de 1975. La muerte del dictador es una sombra que amenaza con sacudir el privilegio de la familia Arce y sus allegados:
Todas esas familias, y más la de Arce que la de Pía, eran ricas por la gracia de Dios y la benevolencia del Caudillo, con un amplio surtido de fincas y acciones de cuya gestión se encargaba una persona de confianza con estudios medios, que rendía cuentas a domicilio o en la oficina habilitada en un piso del viejo Madrid que no lograban alquilar ni vender y por donde el propietario se pasaba una vez al año a decir dos o tres gracias y regalar unos puritos.
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Entre tantos y tantos que no tenían dónde caerse muertos ellos habían venido al mundo con el pan bajo el brazo y la sepultura reservada. Y en este paréntesis comprendido entre el nacimiento y la defunción, únicas instancias compartidas con los demás mortales, apuraban la vida sin quebrantos ni convulsiones entre cortinajes y trofeos de caza, acuarelas costumbristas y escayolas rococó, cubertería de plata y relojes de anticuario. Esporádicamente la sisa de la compra, la corrupción de las recomendaciones, la falta de taxis cuando llueve o el avance del ateísmo alteraban esa paz abisal creada por Dios para su regodeo.
Por eso el miedo a los rogelios, a los de los márgenes, lo que Hortensia, la madre de Pía, llama «las vaguadas». Los personajes ricos de esta novela se rodean de sirvientes, pero es muy pronto (desde el parvulario) cuando aprenden que siempre hay subordinados que mantener siempre cerca, a su permanente disposición:
Y junto a la plenitud de tener a su merced aquella vitalidad, Virucha y Goreti tomaban contacto con la clase obrera y adiestraban su cerebro de diosas en las complejidades de la caridad cristiana que ese curso les explicaría un cura perfumadísimo en las conferencias organizadas para las alumnas de colegios religiosos. Beíta soportaba el examen despavorida pero mansa, porque Virucha y Goreti . . . prometían llevarla a coger moras o prestarle sus bicis de paseo . . . Pero no cumplían su parte porque, como exageraba Goreti, su olor no se podía aguantar ni un minuto. . . .
—Los pobres huelen a mierda —resumió Goreti aquella noche antes de dormirse— porque buscan la mierda y andan todo el día entre mierda.
Los habitantes del cogollito tienen un olfato sensible, detectan la primavera fermentada, pero el olor es invasivo, y de la misma forma que el olor ajeno acaba ocupando sus espacios, el deseo sexual que Pía y Arce muestran tan discretamente llega a sus hogares como una silenciosa rebelión. Después del noviembre de 1975 no cambian los privilegios, pero avanza como la lava una apertura sexual que el barrio intenta disimular. «Ésta es una casa ducal, no un estercolero de bajas pasiones», dice una de las vecinas mientras le quita sus revistas porno al portero. Pero Madrid se convierte, en palabras de Fela, en un «pecado mortal»:
Enterrado el Caudillo, en cada vecino del cogollito trepidaba un volcán. Y ese volcán, ¿qué reclamaba? ¿Una vida diferente? ¿Recuperar la juventud? ¿Hacer viables los sueños? El ansia que despertaba insatisfacciones adormecidas anhelaba un paraíso tan efímero como el zarandeo de la falda del vals que alegre arrastra la felicidad del mundo y en un repente se fuga para burla del incauto prendido en la fascinación de su giro. Una reivindicación melancólica, ya que ambicionaba metas de antemano imposibles y pese a ello intentadas con una ingenuidad en los ojos que descarta la rendición porque en el fracaso que inevitablemente corona sus empeños halla acicate para reanudarlos.
Para las protagonistas de esta novela, Hortensia, Pía y Virucha, todo anida en ese volcán de anhelos, incluido un romanticismo que acaba siendo un trastorno pasajero para hija y nieta. «Encantadora pero inútil», «romántica como su padre, artista», Pía acaba cayendo como su hija ante la idea de una santidad pobre cuyo olor sin embargo acaba retirando cuanto antes de su ropa. Las fiebres románticas llevan a Virucha a montar en metro como un desafío a lo conocido, una declaración de rebeldía ante un barrio que se queda pequeño en experiencias. Hace uso de lo que recientemente he leído denominado como «turismo de clase», como su madre en la juventud, tocando la guitarra y pidiendo dinero para los pobres.
Debe ser ese el volcán al que se refiere Longares, un volcán que sin embargo no vemos estallar en la novela. El barrio se conmueve, observa el amenazante humo, se refugia ante la inminente erupción que sin embargo no llega. La transición hace uso de sus connotaciones de paz, de tranquilo continuum entre dos lados cuya línea divisoria se torna difusa para el ojo actual. Los sexis obreros comunistas que Bataille identifica bajo el volcán no acaban de erupcionar en esta novela. Al menos no en el inexpugnable cogollito, donde debería. Supongo que aún tenemos que esperar.