Bécquer en su montaña mágica

· Álvaro Guillén ·

          Cartas desde mi celda es una colección de nueve textos que Gustavo Adolfo Bécquer escribió en el monasterio de Veruela, adonde había viajado, por recomendación de un amigo, en busca de climas más propicios para la curación de la tuberculosis que lo aquejaba. Como Hans Castorp en La montaña mágica, Bécquer cruza en su viaje de Madrid a Aragón la frontera invisible entre el mundo de los vivos y el de los enfermos. Es el suyo un desplazamiento físico, sí, pero también espiritual, explicitado por la progresión tecnológica y paisajística: la metrópolis madrileña la abandona en ferrocarril, máquina emblemática del siglo XIX; llega a continuación a Tudela, “un pueblo grande con ínfulas de ciudad”  que abandona en diligencia, una innovación decimonónica de menor envergadura que la gran bestia de los raíles; llega a continuación a Tarazona, una ciudad ya de aires medievales (“se cree uno transportado a Toledo, la ciudad histórica por excelencia”), y finalmente llega al monasterio montado en el transporte más rústico y tradicional posible: la mula. Se consuma así la progresiva transición desde la modernidad hasta el espíritu gótico del romanticismo. Este desplazamiento espiritual trae consigo también un cambio anímico, un distanciamiento progresivo de las personas y las cosas, es decir, del mundo de los vivos. De este contraste entre el valle retirado y el mundo exterior dice Béqcuer:

Lo que se siente y se piensa aquí en armonía con la profunda calma y el melancólico recogimiento de estos lugares, ¿podrá encontrar un eco en los que viven en ese torbellino de encontrados intereses, de pasiones sobreexcitadas, de luchas continuas, que se llama la corte?

         El tiempo no pasa igual en Madrid y en Veruela, y por tanto los pensamientos nacidos en uno y otro lugar han de ser por fuerza distintos: según afirma, “en Madrid (…) ni amanece ni se pone el sol; se apaga o se enciende la luz, y es por la única cosa que lo advertimos”; allí el tiempo se experimenta como un frenesí continuo que deshace incluso las distinciones entre el día y la noche. En cambio, en el Moncayo, “todo parece conspirar a un fin diverso. (…) El estado de nuestra imaginación, la soledad que nos rodea, hasta los accidentes locales parece que contribuyen a que las palabras suenen de otro modo en el oído”. El frenesí lo sustituye aquí un aburrimiento fértil, que llama inevitablemente a la contemplación y a la agudización de la imaginación; esto implica para el poeta, claro, el nacimiento de “ideas y palabras que más adelante germinarían en mi cerebro y darían fruto en el porvenir”.

           Estas palabras e ideas que enraízan en su mente y que son una promesa de futuro contrastan, en el limbo de su convalecencia, con las noticias del mundo exterior, que le llegan a través del periódico. Son “una tromba de pensamientos tumultuosos” y estériles, que se disipan como una nube tras la tormenta: breve paréntesis en esa vida aislada y en ese mundo autocontenido de la sierra aragonesa en donde ahora habita; son ecos de una vida anterior que ahora parece lejana e irrecuperable:

​Ya todo pasó. Madrid, la política, las luchas ardientes, las miserias humanas, las pasiones, las contrariedades, los deseos. (…) Mi alma está ya tan serena como el agua inmóvil y profunda. (…) A esta distancia y en este lugar me parece mentira que exista aún ese mundo que yo conocía.

          Pero ese estado de inmovilidad y calma hubo de conquistarlo a través del sufrimiento. No hay que perder de vista que, por muy creativo y fructífero que pudiera resultar, aquello que podríamos sentirnos tentados de concebir como un retiro bucólico fue en realidad un exilio o un confinamiento al que lo obligó una enfermedad grave. Bécquer deja entrever en sus cartas su estado de ánimo, que pronto empieza a moverse por las lindes de la depresión y el deseo de la muerte: “mi corazón, a semejanza de nuestro globo, era una masa incandescente y líquida que poco a poco se va enfriando y endureciendo. Todavía queda algo que arde allá en lo más profundo, pero poco a poco se va extinguiendo”. En su montaña mágica Gustavo Adolfo Bécquer se enfrentó a la amenaza de la enfermedad y la muerte, y finalmente supo sobreponerse para descender, tras una “sacudida del alma” que lo revitalizó y que resultó en una etapa de gran creatividad, de vuelta al mundo de los vivos: “¡Vivir!… seguramente que deseo vivir”.

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