5 meses de feminismo radical
/OPINIÓN
· Elisa O. ·
Es bien conocida la deriva académica que han tenido lo que previamente se conocían como “Women’s studies” a lo que ahora puebla cursos y asignaturas universitarias: los estudios de género. Y yo, como toda estudiante de literatura en lengua inglesa, y especializada en el ámbito estadounidense, no tardé demasiado en oír sobre Judith Butler, sus teorías sobre el lenguaje performativo y su aplicación al género. Yo, que además he tenido que vérmelas para entender a Jacques Derrida, que he tenido que explicar más de una vez (a otros, y a mí misma) qué es eso de la différance, y cómo se conecta con la deconstrucción del falogocentrismo, llegué al verano de 2020 convencida de que, como todo era un constructo («no hay nada fuera del texto»), efectivamente, existía el género sentido en un amplio espectro que, obviamente, dejaba espacio a lo no-binario. Y me preguntaba, una y otra vez, cuál era el problema del feminismo con la teoría queer: si el feminismo quiere la igualdad, y la teoría queer deconstruía las categorías hombre/mujer, ¿qué diferencia había? Lo diré y no me escondo: a veces, cuando me iba a dormir, le daba vueltas y vueltas. Me peleaba mentalmente con Lula Gómez (@lulagomezfem) por cómo se defendía en Instagram frente a la gente que la llamaba TERF (Feminista Radical Trans-exclusivista). Pensaba que el feminismo, el ecologismo, el antirracismo y el anticapitalismo, eran un único movimiento. Leía a las feministas más sonadas de Twitter en España: Barbijaputa, Laura Redondo, Paula Fraga. Hablaban del borrado de las mujeres (¡qué barbaridad!), del neoliberalismo infiltrado, de que TERF era el nuevo «feminazi». «Las mujeres trans son mujeres», decían en el otro lado. Me posicioné con ese discurso amable. Aprendí lo que era ser «cis», y que tener preferencia por un tipo de cuerpo (y genitales) no podía ser otra cosa que transfobia. Supuse que yo era «cis». Al fin y al cabo, más o menos, estaba a gusto en mi cuerpo. Me depilaba, porque quería (?). Me pintaba muy a menudo. Vestía falda. Llevaba el pelo largo. Me ponía pendientes grandes… En fin, era el estereotipo de mujer que propone el patriarcado, ergo yo debía ser «cis».
Entré, casi por casualidad (porque no quise dejar de seguir a Lula), en un foro de Telegram con feministas radicales. Enseguida surgieron múltiples subgrupos: maternidades, salud física y mental, deportes, audiovisuales, un club de lectura y… lo queer. Y allí que fui. Me peleé bastante. Planteaba preguntas: ¿de qué manera es la teoría queer neoliberal y misógina? Me recomendaron que leyera a Ana de Miguel, a Amelia Valcárcel, a Celia Amorós. Pero lo cierto es que uno de mis primeros pasos fue escuchar una charla de José Errasti. Explicaba este experto en psicología que la identidad es una noción inherente al mercado, que la idea del «yo mismo» es reciente, y que va ligado —en primer lugar— al cambio de la aldea a la ciudad. Mientras que en la aldea la identidad viene dada, porque todo el mundo te conoce y no se puede construir un personaje, en la ciudad esto sí es posible, ya que hay gente que te conoce, pero mucha más que no lo hace. El capitalismo se da cuenta de que nos puede vender «nuestro Yo», y se empieza a hacer un marketing no solo de necesidades, sino de vanidades: no se alababan las propiedades del producto, sino la identidad adquirida. Nos hacen creer que somos únicos, que la ropa que vestimos conforma lo que somos. Se desarrolla la idea de que el individuo descubre su camino, se descubre a sí mismo. El individuo y su felicidad lo es todo. En segundo lugar, este «yo mismo», por analogía, tiene un campo casi ilimitado en las redes sociales. Las características de las ciudades (ver sin ser visto, el azar social, la soledad) se multiplican en Twitter, Instagram, Facebook y TikTok. Más que para la conexión con el otro, estas redes son abono para el narcisismo en el que se produce un mareo identitario (no olvidemos los filtros) y en el que se refuerza la idea de esencia y dualidad alma-cuerpo. Se enraíza también el mito romántico de los sentimientos: no se puede poner en duda lo que uno siente que es. Nadie puede discutir las afirmaciones sobre la propia persona, porque son suyas, y por consiguiente esas emociones tienen que estar reconocidas incluso legalmente, y jamás puestas en duda. Así, el género también se convierte en una cuestión de consumo y performance. Concluía José Errasti: esta concepción de la identidad es producto de la lógica metafísica neoliberal (mercantil, antimaterialista, individualista y, lo más grave: abocada a la desactivación política), y la teoría queer, con sus múltiples identidades de género, surge pues como un efecto secundario más de este sistema, antes que como una respuesta al feminismo. Entendí (y ahora coincido con él) que no hay misoginia tras sus postulados, pero sí cierta ignorancia en aquellos que los siguen sin profundizar y sin calibrar el efecto que tienen en las luchas feministas. Y que su éxito y actual extensión de apoyos son adaptables tanto a políticas de derechas (por individualista) como de izquierdas (por su aparente transgresión).
Aquella charla me dio mucho que pensar en torno a la desarticulación política del movimiento, tanto de la clase obrera como del feminismo. Si el género era una cuestión de conducta, se daba por sentado que hay libertad detrás de cada acto que yo realizo, que hay libertad en cada vez que me depilo o me maquillo, que todas esas cuestiones que me marcan dependen de mí. Llegué entonces a un término que ya conocía de antes pero en el que no había ahondado: la socialización de género. Yo no podía ser «cis», porque yo no elegí que me perforaran las orejas y que, durante el resto de mi infancia y adolescencia, todo estímulo hacia mi persona estuviera marcado y desencadenado (desde la inconsciencia, quiero creer) por ese pequeño detalle que tan bien explica Ana de Miguel en su libro Neoliberalismo sexual: el mito de la libre elección. El género no se elige, ni mucho menos brota del individuo de forma espontánea. El género se conforma de una serie de asociaciones (la mayoría, conductuales) que se imponen según el cuerpo con el que naces. Me lo imaginaba entonces como una caja entregada al nacer. Tienes vulva, te llevarás la caja rosa: pendientes, faldas, lazos, más adelante barbies, clases de ballet, después la revista Bravo, luego plancharte el pelo, pintarte los ojos, comprarte sujetadores. Tienes pene, te llevarás la caja azul: cochecitos, action man, lego, playstation, camisetas del Barça, pendiente en una oreja, judo, apuntarte al gimnasio y cuadrarte. Entendí que la cuestión no es poder elegir una caja, en línea con un individualismo que cuadra a la perfección con el pensamiento neoliberal; tampoco quedarse con lo que te gusta de cada una y por ello considerarte género fluido, o género no-binario. La cuestión es destruir esos packs de experiencia, como el feminismo lleva siglos intentando hacer. Abolir el género implica destruir cualquier estereotipo en lugar de multiplicarlos, como proponen Butler y compañía.
Después de entender qué era la identidad, cómo el capitalismo se aprovechaba del «yo único» como concepto, y de llegar a la conclusión de que no necesitábamos libertad para elegir el estereotipo, sino destruirlo, salté a lo que podría considerarse un tercer escalón: la conceptualización, las consecuentes politización y definición del sujeto político. Siempre había pensado que nociones como el no-binarismo y el género fluido podían ser terapéuticos para la gente que no encajaba en el rol de mujer ni se veía como hombre. Pero también empecé a escuchar a gente que detransicionaba (de mujer a hombre y de vuelta a mujer) porque habían encontrado explicación a sus vivencias en el feminismo. De hecho, muchas de las feministas con las que hablaba en el grupo de Telegram contaban cosas similares: algunas habían pensado que eran no-binarias hasta hacía poco. Y fue en esas cavilaciones que me dí cuenta de lo necesario que es el feminismo como un movimiento político informado. No basta con saber que estás del lado de las mujeres, por toda la trayectoria del feminismo, por todo lo que vivimos a diario. Hay mucho más en el feminismo que llevar una camiseta en su defensa. Y eso incluye leer feminismo. Llegué a la conclusión de que jugar con lo que se entiende por género y sexo, intercambiándolos, tal y como proponen (legítimamente) las teóricas queer, no sirve para luchar contra el patriarcado —un sistema de castas sexuales—, igual que no deberíamos abusar de la idea de que «la realidad (la ciencia) es un constructo» si lo que queremos es que la gente le ponga vacunas a sus hijos/as. Así, empecé a entender conceptos que analizan el sistema patriarcal para poder deconstruirlo. Aprendí a distinguir la opresión y la discriminación, que no somos «el colectivo de las mujeres» porque somos un grupo social, así como las implicaciones de difuminar el concepto que nos une como clase sexual: «mujer». Y es que para evitar herir sentimientos, y apoyadas en la teoría queer, avanzan una serie de términos que desligan la idea de mujer con su cuerpo. Así, marcas comerciales e instituciones están empezando a definirnos como vulvo-portantes, cuerpos gestantes, cuerpos menstruantes, personas con vulva. Además, en España, se hizo la consulta sobre la futura «Ley Trans», según la cual simplemente con el hecho de declararse mujer, cualquier persona (incluidas las personas que no son trans, de ahí la polémica) puede ser registrada como tal (cambiar su sexo registral). Algo tan subjetivo y difícil de probar como es el género sentido se convierte en motivo suficiente para cambiar el sexo registrado. Es aquí, en el género como sustituto del sexo, con su referente «sentido», y en el uso de pseudónimos para nuestros cuerpos que el sujeto político del feminismo se ve debilitado, y es así como se borra jurídicamente a las mujeres. Ignorar el hecho de que por nacer con vulva se nos socializa, se nos viola, se ejerce violencia obstétrica, se nos ignora en los estudios médicos, se nos marca de por vida con diferentes torturas (como la comentada en este número), y se nos mata… debilita al feminismo. El patriarcado no va a tener en cuenta si una mujer se identifica como hombre. El patriarcado no atiende a sentimientos, porque si lo hiciera, quizás hace mucho tiempo, habría desaparecido. Reivindicar, por todo esto, el uso de la palabra «mujer» para referirnos a la hembra humana no es conservador. Buscar la liberación de más del 50% de la población mundial no supone estar en contra de la diversidad (más de la mitad de la población humana implica, inevitablemente, ser diversas)1. Y, finalmente, esto, de ninguna manera, interrumpe las demandas de los colectivos transexual y transgénero, que desafortunadamente sufren discriminación y merecen ser tratados como ciudadanos con todos sus derechos. Este análisis no niega su existencia; al contrario: la visibiliza para que legal y políticamente se pueda elaborar una agenda eficaz contra su marginalización. Difuminar el sujeto político que componen las personas transexuales y transgénero también desarticula su lucha. Es más, la Ley Trans, paradójicamente, perjudica directamente —además de a niños y adolescentes— a las personas transexuales2 y nadie ha escuchado sus demandas. Mientras, los medios de comunicación han reducido este debate al colectivo trans frente a una parte del feminismo, cuando el propio colectivo simplificado como «trans» también tiene un debate invisibilizado. ¿Por qué nos negamos entonces a ver esas diferencias como diversidad de necesidades, en lugar de como una competición para ver quién sufre más?
Creo que hablo en nombre de muchas compañeras cuando digo que estamos cansadas. Cansadas de encontrarnos barbaridades en la prensa sobre lo que defendemos y lo que no,3 cansadas de explicar nuestra postura y que no se nos escuche. Y cansadas también de que este conflicto innecesario nos quite tiempo de aspectos que nos siguen afectando a unas y otras (de más está enumerarlos).
Dice una de mis compañeras de Telegram (una de las que me hablaba tajantemente en verano, y con la que no obstante he aprendido), que o caes bien o eres feminista. Y es que aunque no coincido del todo con ella, sé que lo que voy a escribir no va a tener buena acogida: porque no, no creo que el feminismo sea el paraguas de todas las luchas. Si las luchas quieren funcionar tienen que ser concretas, acogiendo las diferencias entre ellas y acompañándose en lo que puedan. Quien me conoce sabe que no quiero borrar a nadie, que nada tengo que ver con Hazte Oír,4 que jamás me ensañaría con el dolor ajeno y, por supuesto: que quiero que cada una haga con su cuerpo lo que le plazca sin dañar al prójimo. A fin de cuentas creo que no he escrito nada aquí que diga lo contrario. Como pasa con tantos otros textos feministas, lo único que hace falta es que esto se lea.
NOTAS
1. Tal y como ya se ha explicado en otros medios, el Feminismo Radical sí incluye a las personas trans, dado que las mujeres que se autoidentifican como hombres siguen estando expuestas a las mismas formas de opresión desde que nacen y se observa su anatomía. Por los mismos motivos, el feminismo no puede hablar por, ni representar a, los hombres que se autoidentifican como mujeres (transgénero y transexuales), dado que sus vivencias y exclusión escapan a las nuestras. Esto no quiere decir que no merezcan su defensa de derechos, ni que no podamos hacer un análisis desde el feminismo, pero creemos que sus demandas deben ser articuladas por ellas mismas dentro de la agenda política del movimiento Transgénero y/o Transexual. No obstante, como apunta Lucía Siading Bisbal, en el caso de las mujeres transexuales, sí hay puntos en común con el feminismo en los que las agendas concuerdan, violencias a las que están expuestas debido al sistema de castas sexuales, cuyo origen es el cuerpo (modificado, en su caso específico).
2. Como explica Ana Pollán en Tribuna Feminista, «vindicar el género como identidad supone banalizar la transexualidad», refiriéndose a un artículo de Lucía Siading Bisbal, que apunta en «La derrota transexual»: «mujer no es un sentimiento, sino o bien el sexo femenino, o bien la casta sexual oprimida, pero nada más. . . . Las transexuales siempre hemos seguido un protocolo muy estricto. . . .Pero ahora resulta que la cosa se ha llenado de machoqueers autodenominados mujeres transgénero, y lo peor de todo es que las leyes están empezando a ir a su favor, porque sólo les bastará decir que son mujeres para figurar como tales en el DNI, sin haber pasado por todo este proceso mencionado».
3. Por ejemplo, «Feminismos excluyentes: avance internacional y algunas respuestas posibles» de Gracia Trujillo y Moira Pérez en la revista Píkara, donde se acusa a las feministas radicales de «opone[rse] . . . al derecho a una vida libre de violencia».
4. Os remito al artículo de Barbijaputa para el diario Público, titulado «El autobús de Hazte Oír y las feministas radicales».