Trilce: Orificio en el muro
/ENSAYO
· Jorge Isaac Villamizar ·
Resuena la caja con un timbre animal. Mucho antes de darle el gusto al ejercicio del poder para que lo encerrara 112 días en prisión, César Vallejo había pactado con su genio suburbano un retiro en la lengua, más acá o más allá entre una incubación y una hibernación. Un chillido de polluelo embalado en una Madre que, solo después de montar las condiciones de su supervivencia, puede dar por descontada a la Madre de las condiciones ambientales que motivan la necesidad de abrigo y artilugio. Es el orden del discurso del pensamiento de Vallejo:
Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande.
Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar.
Tras el orificio de la caja las turbulencias externas resuenan, de cabeza, condensándose en imágenes, que se comparten con el animal la condición pre comunicativa. Reposan en esa cámara oscura esperando en el invierno con el riesgo de degenerar en sacrificios e ídolos. La muerte debe ser atendida diligentemente para que no se lleve el puesto de “lo último” e inaugure una veneración religiosa. Giorgio Agamben (2005) reanima, en Profanaciones, la idea de este reposo. Lo que está en juego son los deseos. Aunque “No hay nada más simple y humano que desear”, es arduo su paso a la lengua para ser confesados:
Tan difícil que terminamos por tenerlos escondidos; construimos para ellos, en alguna parte de nosotros, una cripta donde permanecen embalsamados, en espera.
No podemos volcar en el lenguaje nuestros deseos porque los hemos imaginado. La cripta contiene en realidad solamente imágenes, como un libro de figuritas para chicos que no saben todavía leer, como las images d’Epinal de un pueblo analfabeto. El cuerpo de los deseos es una imagen. (…) Comunicar los deseos imaginados y las imágenes deseadas es la tarea más ardua. Por eso la postergamos. Hasta el momento en que comenzamos a entender que permanecerá aplazada para siempre. Y que ese deseo inconfesado somos nosotros mismos, para siempre prisioneros en la cripta. (pp. 67-68)
Las imágenes, que en la caja son tomadas de cabeza, pueden volverse una perversión, y como todo deseo encriptado, insiste en representarse hasta el peligro del ornato: la forma lineal del rito. Es el ofrecimiento de las imágenes que no pasan, una referencia sin obsequio, no involucrada en un presente que se altera antes de su uso, pues el carácter de las imágenes es el de simulacros, propios de las crisis y los síntomas, que las hacen tan difíciles de nombrar:
La mujer de mi padre está enamorada de mí, viniendo y avanzando de espaldas a mi nacimiento y de pecho a mi muerte. Que soy dos veces suyo: por el adiós y por el regreso. La cierro, al retornar. Por eso me dieran tánto sus ojos, justa de mí, infraganti de mí, aconteciéndose por obras terminadas, por pactos consumados.
Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí. ¿Cómo no da otro tanto a mis otros hermanos? A Víctor, por ejemplo, el mayor, que es tan viejo ya, que las gentes dicen: ¡Parece hermano menor de su madre! (…) ¡Fuere porque yo he vivido más! (…)
—Hijo, ¡cómo estás viejo!
El buen sentido del discurso de Vallejo es el pensamiento como imágenes que en la pirueta de su inquietud cubren el requisito básico de refugio, una incubación en una cámara oscura que en lugar de impedirles el tránsito las organiza mientras las anima hasta el erotismo. El poeta intuye que en el chillido animal está la contraseña de su deseo, pero no hay nada más humano que desear. Percibe con recurrencia su chillido como en la fábula del fraile que al entrar en el bosque se detiene a escuchar el canto de un ave, que hace pasar 50 años entre sus breves notas.
Tiempo atrás gruñó César. Anticipándose a montar las condiciones de supervivencia de su deseo, pareciera no haber sentido un estremecimiento distinto al Agape: un amor sacrificado del poeta donde los otros quedan “como son”, sin la torcedura o el atrevimiento de una toma. Ese gesto le queda a su lengua en el poema, que es lo que nos “rapta” certezas: “¡Perdóname, Señor: qué poco he muerto!”, porque en algún momento del pensamiento de Vallejo, la muerte está antes de la gestación y el desarrollo, algo posible en la lengua fiera del deseo:
Pienso en tu sexo, surco más prolífico
y armonioso que el vientre de la Sombra,
aunque la Muerte concibe y pare
de Dios mismo. (XIII)
El frailecillo encuentra en esa forma del retiro un refugio del retiro. Aunque sea más intemperie que las nevadas, las ventiscas o las lluvias, en algún momento puede toparse con las ropas de la madre, o con la intensidad de la amada como cuando pasa el invierno, bajo la campana, no de un convento, sino de su lengua:
Si lloviera esta noche, retiraríame
de aquí a mil años.
Mejor a cien no más.
Como si nada hubiese ocurrido, haría
la cuenta de que vengo todavía.
O sin madre, sin amada, sin porfía
de agacharme a aguaitar al fondo, a puro
pulso,
esta noche así, estaría escarmenando
la fibra védica,
la lana védica de mi fin final, hilo
del diantre, traza de haber tenido
por las narices
a dos badajos inacordes de tiempo
en una misma campana. (XXXIII)
Pensar en algo oculto que se pervierte nos arrastra a la posibilidad del fetiche, pero lo espeluznante no es incesto, zoofilia o pedofilia. En el retiro aparecen, en principio, Relaciones, y la maternidad es un artilugio. La degeneración tiene que ver en cambio con el “fin final” de una identidad. Más que el vacío, el impulso de determinarlo en una caída, o en la cripta, el deseo que ha suspendido su hibernación en imágenes. Lo invertido y turbio de la imagen es la singularidad que plegándose sobre sí libera un gesto claro en su desnudez: un buen sentir: “Murmurando en inquietud, cruzo/ el traje largo de sentir, los lunes/ de la verdad.” (XLIX). Pero en los muros de la caja, siempre, es fin de semana, día de la casa a la que sólo se llega en retiro y llamando en la lengua del gruñido de polluelo:
Me da miedo ese chorro,
buen recuerdo, señor fuerte, implacable
cruel dulzor. Me da miedo.
Esta casa me da entero bien, entero
lugar para este no saber dónde estar.
No entremos. Me da miedo este favor
de tornar por minutos, por puentes volados.
Yo no avanzo, señor dulce,
recuerdo valeroso, triste
esqueleto cantor. (XXVII)
Contemplando el cuadro Amor y Dolor, de Edward Munch, mal llamado muchas veces Vampiro, aparece la ausencia de representación. El núcleo, casi la totalidad del cuadro, son dos figuras entrelazadas en un abrazo donde no vemos rostros, y la singularidad del abrazo es el pliegue de las dos experiencias del título de la pintura, que recuerdan las dos palabras de Vallejo en el poema XXVII, dulce/triste, quizá origen de la interpretación usual del nombre del volumen: Trilce.
En el cuadro de Munch no es fácil la distinción ni la representación de un ídolo, y si hay algo en lo que Stanisław Przybyszewski no se equivocó al darle por primera vez el nombre de Vampiro es que aunque no se trate del monstruo gótico anglosajón, del Amor y el Dolor, lo Dulce y lo Triste solo es posible hacer imágenes, no representaciones o reflejos, porque lo que en origen son el Placer y el Dolor, son las experiencias límites del lenguaje, que Aristóteles en la Política asoció con la voz: “lo animal del lenguaje”, y que están tan cercanas que en los rostros llanto y risa a veces parecen tocarse (Agamben, Polichinela). El chillido que resuena en la poesía de Vallejo es el de la posición fetal del lenguaje, replegado sobre sí en imágenes, una voz animal en hibernación que viene a “perturbar su reposo” desde la cripta.
El enigma principal de la imagen de Amor y Dolor, la figura femenina que abriga al hombre de traje, no deja de ser turbia por estar desnuda. No quiere “El chorro que no sabe a cómo vamos” (XXVII), sino que ella misma es parte de él:
Nadie me busca ni me reconoce,
y hasta yo he olvidado
de quién seré.
Cierta guardarropía, sólo ella, nos sabrá
a todos en las blancas hojas
de las partidas.
Esa guardarropía, ella sola,
al volver de cada facción,
de cada candelabro
ciego de nacimiento.
Tampoco yo descubro a nadie, bajo
este mantillo que iridice los lunes
de la razón. (XLIX)
El abrigo es el embalsamamiento de una imagen antigua que se ha “pervertido” en imágenes como las de Vallejo o la de Munch. En la Venus del espejo de Tiziano hay una de las principales efigies de una Relación. El deseo, Cupido, es servicial a quien le ha dado origen, la madre Venus, en la forma de montaje: adornos y capas atoradas que hilan las condiciones que por descarte permitirán el deseo, la pasión e imaginación por mover los ropajes. El ansioso alado, hijo de Venus y Marte, parece anticiparse a sí mismo, casi como la Madre que ajusta el cuello del abrigo para que solo entonces empiece a nevar. Y a la vez Venus parece nutrirse del gesto Agape, “caritativo”, de Cupido, intuyendo que es bella mientras esté cubierta y articulada por él.
Pero no es que en la imagen de Munch esta figura errante ya haya sido descubierta, sino que no hay algo racionalmente descubrible más que a través de imágenes o en tal caso, espejismos. Sin o con ropa, como en el cuadro Venus consolando a Cupido de Giovanni da San Giovanni, Venus es fuente tanto de Placer como de Dolor para el que sólo puede suspender el deseo sobrante frente al “amor”, a la relación suspendida o al “chorro” que el cuerpo de su Madre es, y recibir el gesto “consolador” de ella, peinando (o “escarmenando”) su “fibra védica” (XXXIII), mientras el deseo restante es incubado en su caja como imagen. Lo supo Vallejo:
En la celda, en lo sólido, también
se acurrucan los rincones.
Arreglo los desnudos que se ajan,
se doblan, se harapan. (LVIII)
Suele decirse también que el nombre Trilce salió de una deformación de “Tres” por repetición, y es curioso que la Venus del espejo de Tiziano sea una de las pinturas más imitadas y reproducidas de la historia, empañada de versiones y relaciones ligeramente variadas donde el deseo queda suspendido. Parece que Tiziano se hubiera anticipado al rito que llevó a Masoch a convertir su imagen en novela, La Venus de las pieles, y dar origen al masoquismo. Para César Vallejo, si los heraldos rubios ya habían sido transformados a negros, quizá ahora correspondía volverlos marcianos.
Jorge Isaac Villamizar.
Licenciado en Letras, mención Literatura Hispanoamericana y Venezolana por la Universidad de Los Andes, Venezuela. Investigador y ensayista.